Cuando Jesús se enteró de que Juan había sido arrestado, se retiró a Galilea. Y dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaúm, a orillas del lago, en los confines de Zabulón y Neptalí, para que se cumpliera lo que había sido anunciado por el profeta Isaías: ¡Tierra de Zabulón, tierra de Neptalí, camino del mar, país de la Transjordania, Galilea de las naciones! El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz: sobre los que vivían en las oscuras regiones de la muerte, se levantó una luz. A partir de ese momento, Jesús comenzó a proclamar: "Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca” (Mt 4,12-17).

Alrededor de un tercio de los escritos evangélicos, se ocupa de describir las curaciones realizadas por Jesús durante el breve tiempo de su vida pública. Es imposible eliminar estos milagros o pretender ofrecer una explicación natural de ellos, ya que entonces deformaríamos todo el evangelio y lo volveríamos incomprensible. Los milagros de Jesús poseen características inconfundibles. Nunca son realizados para asombrar o exaltar a quien los ejecuta. Con frecuencia Jesús ordena a quienes son beneficiarios de ellos, guardar silencio y no anunciarlos a nadie, para evitar así, entusiasmos excesivos. Por eso es que muchas veces, luego de haber obrado un hecho prodigioso, se oculta no dejando huella. El realiza milagros sólo por un motivo: compasión. Porque ama a la gente y se apiada de sus sufrimientos, llegando en ciertas ocasiones hasta derramar lágrimas.

Pero no sólo Jesús es quien cura, sino que también ordena a sus discípulos hacer lo mismo: "Los envió a anunciar el reino de Dios y a curar a los enfermos” (Lc 9,2); "Predicad que el Reino de Dios está cerca. Curen a los enfermos” (Mt 10,7). Siempre encontramos las dos acciones juntas: predicar el evangelio y curar a quienes sufren. ¿Cómo asumió la Iglesia este mandato de Cristo? Desde su inicio, los cristianos siempre buscaron aliviar los sufrimientos humanos fundando obras asistenciales de todo tipo: leprosarios, hospitales, centros de caridad para ayudar a los indigentes, entre tantos otros. Allí se buscó siempre ofrecer la caridad hecha cercanía y ternura. Escribe Benedicto XVI: "Se trata de seres humanos, y los seres humanos necesitan siempre algo más que una atención sólo técnicamente correcta. Necesitan humanidad. Necesitan atención cordial. Por eso, dichos agentes, además de preparación profesional, necesitan también y sobre todo una formación del corazón. El programa del cristiano es un corazón que ve. Este corazón ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia” (Encíclica "Deus caritas est”, 31).

Jesús no ha dicho que sólo haya que cuidar, sino también imponer las manos y curar. Cuidar y curar: las dos acciones unidas. El hombre cuenta con dos medios para buscar superar sus enfermedades: la naturaleza y la gracia. "Naturaleza” indica la inteligencia, la ciencia, la medicina, la técnica. "Gracia” se refiere al recurso directo de Dios, por medio de la fe, la oración y los sacramentos. Desgraciadamente, a veces se busca una tercera vía: la magia, que no se basa ni en la ciencia ni en la fe. En ciertas ocasiones nos encontramos frente a la necia charlatanería o a la acción del mismo enemigo de Dios. Muchas personas pasan de ese modo a ser rehenes y víctimas, destruidas no sólo a nivel económico, sino incluso psicológico. Jesús indicaba que los demonios se expulsan con ayuno y oración, pero no engañando o usufructuando de la gente.

Las curaciones que Jesús realizaba no se referían sólo al cuerpo, sino que abarcaban al espíritu. ¿De qué serviría curarse físicamente, si luego se conservara rencor u odio, o se generara discordia en el seno familiar y se mostrara enojado con la vida misma? Sería como ir al médico para que le curara una uña encarnada y se olvidara que tiene un tumor. Por eso es que las liturgias de curación, realizadas al estilo del evangelio, incluyen siempre momentos y gestos de arrepentimiento, reconciliación y perdón. Estos son los milagros más grandes. Pero debemos presentarnos otro interrogante: ¿Qué sucede con quien no se cura? ¿Es que no tiene fe o que Dios no lo ama? Si el persistir en una enfermedad fuese signo de que una persona no cree o que Dios no le quiere, se debería concluir que los santos eran pobres de fe y menos amados por Dios. Los médicos calculan hoy, que san Francisco de Asís, en el momento de morir, padecía una decena de enfermedades diversas y todas graves. La respuesta es otra. Él ha redimido el sufrimiento y la misma muerte. Es que "todo concurre al bien de aquellos que aman a Dios” (Rom 8,28), incluso la enfermedad y el dolor.