La palabra ‘muerte’ se pronuncia con un nudo en la garganta. Aunque la humanidad, durante tantas generaciones, se haya acostumbrado de algún modo a la realidad inevitable de la muerte, sin embargo resulta siempre desconcertante. La muerte de Cristo había penetrado profundamente en los corazones de sus más allegados, en la conciencia de toda Jerusalén. El silencio que surgió después de ella llenó la tarde del viernes y todo el día siguiente del sábado. En este día, según las prescripciones de los judíos, nadie se había trasladado al lugar de la sepultura. Las tres mujeres, de las que habla el evangelio de hoy, recuerdan muy bien la pesada piedra con que habían cerrado la entrada del sepulcro. Esta piedra, en la que pensaban y de la que hablarían al día siguiente yendo al sepulcro, simboliza también el peso que había aplastado sus corazones. La piedra que había separado al Muerto de los vivos. Las mujeres, que al amanecer del día después del sábado van al sepulcro, no hablarán de la muerte, sino de la piedra. Al llegar al sitio, comprobarán que la piedra no cierra ya la entrada del sepulcro. Ha sido derribada. No encontrarán a Jesús en el sepulcro. ¡Lo han buscado en vano! ‘No está aquí; ha resucitado, según lo había dicho’, (Mt 28, 6). Deben volver a la ciudad y anunciar a los discípulos que Él ha resucitado y que lo verán en Galilea. Las mujeres no son capaces de pronunciar una palabra. La noticia de la muerte se pronuncia en voz baja. Las palabras de la resurrección eran para ellas, desde luego, difíciles de comprender. Difíciles de repetir, tanto ha influido la realidad de la muerte en el pensamiento y en el corazón del hombre.
Desde aquella noche y más aún desde la mañana siguiente, los discípulos de Cristo han aprendido a pronunciar la palabra ‘resurrección’. Y ha venido a ser la palabra más importante en su lenguaje, la palabra central, la palabra fundamental. Todo toma nuevamente origen de ella. Todo se confirma y se construye de nuevo: ‘La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente. Este es el día en que actuó el Señor. ¡Sea nuestra alegría y nuestro gozo!’ (Sal 118, 22-24). Precisamente por esto la vigilia pascual -el día siguiente al Viernes Santo- no es ya sólo el día en que se pronuncia en voz baja la palabra ‘muerte’, en el que se recuerdan los últimos momentos de la vida del Muerto: es el día de una gran espera. ¡Alleluia!: es el grito que expresa la alegría pascual. La exclamación que resuena todavía en la mitad de la noche de la espera y lleva ya consigo la alegría de la mañana. Lleva consigo la certeza de la resurrección. Lo que, en un primer momento, no han tenido la valentía de pronunciar ante el sepulcro los labios de las mujeres, o la boca de los apóstoles, ahora la Iglesia, gracias a su testimonio, lo expresa con su Aleluya. Este canto de alegría, cantado casi a media noche, nos anuncia el Día Grande. En algunas lenguas eslavas, la Pascua se llama la ‘Noche Grande’, después de la Noche Grande, llega el Día Grande: ‘Día hecho por el Señor’.
El momento en que las tres mujeres de Jerusalén, que se detuvieron en el umbral del sepulcro vacío, oyeron el mensaje de un joven vestido de blanco: ‘No os asustéis. Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado; ha resucitado, no está aquí’, (Mc 16, 5-6). Ese gran momento no nos consiente permanecer fuera de nosotros mismos; nos obliga a entrar en nuestra propia humanidad. Cristo no sólo nos ha revelado la victoria de la vida sobre la muerte, sino que nos ha traído con su resurrección la nueva vida. Nos ha dado esta nueva vida. Esperemos siempre en la fe, esperemos con todo nuestro ser humano a Aquel que al despuntar el alba ha roto la tiranía de la muerte, y ha revelado la potencia divina de la Vida: Él es nuestra esperanza. Anoche hemos bendecido el fuego y la luz nueva representada en el Cirio Pascual. Con la radicalidad del amor de Cristo Resucitado, en el que el corazón de Dios y el corazón del hombre se han entrelazado, Jesucristo ha tomado verdaderamente la luz del cielo y la ha traído a la tierra: luz de la verdad y el fuego del amor que transforma el ser del hombre. Él ha traído la luz, y ahora sabemos quién es Dios y cómo es Dios. Así también sabemos cómo están las cosas con respecto al hombre, qué somos y para qué existimos. En esta Pascua 2016, el Resucitado nos invita dar pasos, no hacia atrás sino hacia delante. No para huir sino para encontrarnos, transmitiéndonos unos a otros esta luz nueva. No para entristecernos ante la muerte, sino para alegrarnos siempre en y para la vida que a partir de hoy no tiene fin.