El año decimoquinto del reinado del emperador Tiberio, cuando Poncio Pilato gobernaba la Judea, siendo Herodes tetrarca de Iturea y Traconítide, y Lisanias tetrarca de Abilene, bajo el pontificado de Anás y Caifás, Dios dirigió su palabra a Juan, hijo de Zacarías, que estaba en el desierto. Este comenzó entonces a recorrer toda la región del río Jordán, anunciando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados, como está escrito en el libro del profeta Isaías: "Una voz grita en el desierto. Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos. Los valles serán rellenados, las montañas y las colinas serán aplanadas. Serán enderezados los senderos sinuosos y nivelados los caminos desparejos. Entonces, todos los hombres verán la salvación de Dios" (Lc 3,1-6).

Juan el Bautista definido como "el más grande de todos los profetas".

La gran historia es resumida por el evangelista san Lucas en el elenco inicial de siete nombres propios que trazan el mapa del poder político y religioso de aquella época. Son siete, simbolizando la plenitud, y señalando todo el poder de todos los tiempos y de cada lugar. En medio de la geografía de los poderosos, se señala un desierto, un hombre y una palabra. Un desierto: lugar del silencio, donde un hombre vale de acuerdo a la riqueza de su corazón, y donde no existen máscaras. Un hombre: Juan el Bautista, hijo de Isabel y Zacarías, e hijo del milagro. Una palabra: "Preparen el camino del Señor". Esto nos conduce a reflexionar sobre el valor del silencio y de la palabra. Actualmente, la palabrería domina de una manera unánime.


El tema de la palabra se une necesariamente al del silencio. Si nuestra sociedad ha desterrado el silencio, lo ha eliminado, no debe extrañarnos que también la palabra esté en el exilio. Cuando arrecian las palabras, hay ruido. Las palabras sin silencio, en vez de "revelar", "velan", estorban, engañan, son un diafragma opaco e insuperable. Es necesario disipar un equívoco. El silencio no es desamor, desprecio de la palabra o fuga del lenguaje, sino rechazo de la palabra anónima, irresponsable, impersonal, superficial y mecánica. Quien ama el silencio, ama también la palabra esencial, y quien lo ha olvidado, se olvida de hablar. Jorge Sans Vila escribió un libro con un título significativo: "Desvelando palabras dormidas". Se trata de un pequeño diccionario en el que pasa revista a algunas de las palabras más sagradas del lenguaje cristiano que, precisamente por los abusos a que han sido sometidas, han terminado por "cansarse". Y yacen inertes, sin verse ya atravesadas por un relámpago de vida, sin decir nada. Sólo el silencio es capaz de despertar, es más, de resucitar las palabras muertas y vacías, para hacerlas auténticas y esenciales. No es cuestión de inventar palabras nuevas, que luego envejecen muy de prisa. Sino más bien de hacer salir del sepulcro las viejas palabras: Dios, amor, servicio, donación y tantas otras. El filósofo francés Maurice Merleau-Ponty (1908-1961) distinguía entre "palabras habladas" y "palabras hablantes". Las primeras son las no pensadas y no creíbles. Las segundas son las esenciales, que hay que tomar en serio, y que dan paz. Las palabras habladas hieren el oído. Las palabras hablantes provocan dentro una resonancia serena.


En el evangelio de hoy resalta la figura de Juan el Bautista: el heraldo que preparó a la humanidad para recibir la llegada de Cristo. El mundo de hoy busca profetas. Éstos son como los ojos de la humanidad. Sin ellos, los hombres se sienten ciegos y no saben en qué dirección moverse.


¿Qué hizo Juan el Bautista para ser definido como "el más grande de todos los profetas"? Ante todo, ha predicado contra la opresión y la injusticia social. Pero hace algo más. Los profetas anunciaban una salvación futura, pero Juan el Precursor indica una salvación presente. Él es quien, señalando con su dedo la figura del Mesías, grita: "Éste es el Cordero de Dios" (Jn 1,29). Esto significa que, también nosotros, si queremos integrar los dos aspectos del ministerio profético, debemos comprometernos por la justicia social y además anunciar la salvación presente en Jesús, ya ahora y aquí. Juan el Bautista se definía a sí mismo como "una voz que grita en el desierto". Esperemos que él nos grite también a nosotros para qué su voz llegue a muchos y haga nacer en nosotros el deseo de preparar, en el propio corazón, los caminos al Cristo que llega en Navidad.