En aquel tiempo, Jesús dijo: “Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y  ellas me siguen.  Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos.  Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre.  El Padre y yo somos una sola cosa” (Jn 10,27-30).


La Iglesia celebra hoy, IV domingo de Pascua, el denominado tradicionalmente domingo del “Buen Pastor”. Jesús habla de sí como del buen Pastor que da la vida eterna a sus ovejas (cf. Jn 10,28).  La imagen del pastor está muy arraigada en el Antiguo Testamento y es utilizada con frecuencia en la tradición cristiana.  Los profetas atribuyen el título de “pastor de Israel” al futuro descendiente de David; por tanto, posee una indudable importancia mesiánica (cf. Ez 34,23).  Jesús es el verdadero pastor de Israel porque es el Hijo del hombre, que quiso compartir la condición de los seres humanos para darles vida nueva y conducirlos a la salvación.  Al término “pastor” el evangelista añade significativamente el adjetivo “kalós”, hermoso, que utiliza únicamente con referencia a Jesús y a su misión.  También en el relato de las bodas de Caná el adjetivo “kalós” se emplea dos veces aplicado al vino ofrecido por Jesús, y es fácil ver en él, el símbolo del vino “bueno” de los tiempos mesiánicos (cf. Jn 2,10).  “Yo les doy a mis ovejas la vida eterna y no perecerán jamás” (Jn 10,28).  Así reafirma Jesús lo que antes había dicho: “El buen pastor da su vida por las ovejas” (cf. Jn 10,11).  San Juan utiliza el verbo griego “tithénai”, ofrecer, que repite en los versículos siguientes (15,17 y 18).  Encontramos este mismo verbo en el relato de la última Cena, cuando Jesús “se quitó” sus vestidos y después los “volvió a tomar” (cf. Jn 13,4.12).  Está claro que de este modo se quiere afirmar que el Redentor dispone con absoluta libertad de su vida, de manera que puede darla y luego recobrarla libremente.  Cristo no sólo afirma que sus ovejas no perecerán, sino que además, “nadie las arrebatará de su mano”.  Notemos la fuerza de este término absoluto: “nadie”.  Es decir que, ningún ser de la tierra las quitará de su mano.  Nuestro destino es pues, inseparablemente el de Dios. La vida eterna es un lugar entre las manos de Dios.  Como pájaros, tenemos en sus manos nuestro nido.  Como niños nos aferramos en los momentos de debilidad, a aquella mano que no nos dejará sucumbir.  Como enamorados buscamos esa mano que nos transmita compañía en las situaciones de soledad.  Como crucificados repetimos: “en tus manos encomiendo mi vida”.  Las manos de Dios son manos de pastor que salvan de los lobos rapaces y que nunca lanzan piedras para condenar a nadie. Son manos que siempre se abren para salvar a todos los que desean vivir la libertad en plenitud.


Cristo es el verdadero buen Pastor que dio su vida por las ovejas, por nosotros, inmolándose en la cruz.  Conoce a sus ovejas y sus ovejas lo conocen a él, como el Padre lo conoce y él conoce al Padre (cf. Jn 10,14-15).  No se trata de un mero conocimiento intelectual, sino de una relación personal profunda; un conocimiento del corazón, propio de quien ama y de quien es amado; de quien es fiel y de quien sabe que, a su vez, puede confiar; un conocimiento de amor, en virtud del cual el Pastor invita a los suyos a seguirlo, y que se manifiesta plenamente en el don que les hace de la vida eterna (cf. Jn 10,27-28). Con motivo de celebrarse hoy la 56 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, Francisco ha escrito un Mensaje que lleva por título: “La valentía de arriesgar por la promesa de Dios”. Allí, Su Santidad afirma que, “para seguir la llamada del Señor debemos implicarnos con todo nuestro ser y correr el riesgo de enfrentarnos a un desafío desconocido; debemos dejar todo lo que nos puede mantener amarrados a nuestra pequeña barca, impidiéndonos tomar una decisión definitiva; se nos pide esa audacia que nos impulse con fuerza a descubrir el proyecto que Dios tiene para nuestra vida. La llamada del Señor, por tanto, no es una intromisión de Dios en nuestra libertad; no es una “jaula” o un peso que se nos carga encima. Por el contrario, es la iniciativa amorosa con la que Dios viene a nuestro encuentro y nos invita a entrar en un gran proyecto, del que quiere que participemos, mostrándonos en el horizonte un mar más amplio y una pesca sobreabundante”.


Para suscitar vocaciones no se requieren demasiados planes ni múltiples proyectos.  Para ayudarles a los jóvenes a que se decidan a seguir a Cristo es necesario  el arte del encuentro y del diálogo capaz de iluminarles y acompañarles, a través sobre todo de la ejemplaridad de la existencia vivida como vocación. 
 


Por el Pbro. Dr. José Manuel Fernández