“Cuando se cumplieron los días de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones». Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, Jesús y sus padres volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo lleno de sabiduría” (Lc 2,22.39-40).
La Iglesia celebra el domingo siguiente a la Navidad, la fiesta de la Sagrada Familia. Cada uno de nosotros lleva en el rostro, y más aún en el corazón, los rasgos de la propia familia. Dios lo ha querido así: la colaboración de la familia para generar la vida, y por tanto, cada uno de nosotros nace ligado a ella. Por este motivo, esta célula básica pertenece a los valores primarios de la persona, y es el fundamento de toda sociedad. Hoy, por desgracia, ella se parece a un caminante que ha perdido el sendero, y el mundo entero sufre por esta situación. La libertad, en este tiempo es frecuentemente empleada para justificar egoísmos y situaciones de adultos estancados en el estado infantil del capricho. La emancipación de la mujer, en tantos casos, en vez de elevar su dignidad, ha destruido el rol femenino en el interior del hogar. La mujer, en efecto, ha perdido la dedicación, el amor a la vida y la diaconía de la ternura, que le es típico y congenial. Hoy muchas mujeres son esposas y madres “part time”, a tiempo parcial: hay algo que atrae “antes” y “fuera” de la familia. Esto no es revolución, sino involución.
También el hombre ha renunciado a la función de guía educativa junto a la esposa. Con frecuencia, la presencia del padre en la casa es sólo en función de un estipendio a traer, para una asistencia a gozar. ¿Dónde está el esposo y padre educador? Evidentemente estamos fuera del proyecto planificado por Dios. El escritor Jorge Luis Borges, en su obra “Fervor de Buenos Aires”, afirma que “la familia es como un candelabro”. La base del mismo son los esposos, y los cirios con su luz, son los hijos. Cada uno de ellos requiere una atención especial para que sean encendidos sus talentos y sostenidos en su llama.

En las primeras páginas de la Sagrada Escritura leemos que Dios dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza. Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó” (Gen 1,26-27). Y añadió: “No es bueno que el hombre esté solo, Voy a hacerle una ayuda adecuada” (Gen 2,18). En hebreo: ´ezer ke-negḓô, que significa: “una ayuda homóloga, una aliada a quien pueda mirar a los ojos”. Hasta ese momento, el hombre podía mirar sólo hacia arriba, la trascendencia, o hacia abajo, los animales y los otros seres creados. Le faltaba un ser similar a él, a quien mirar de frente, y por eso Dios crea a la mujer. Sacó a la mujer de su costado. Como afirma el Talmud hebreo: “no de la cabeza, para que no se crea superior, ni de los pies para que se piense que es inferior en dignidad. Del costado: debajo del brazo para protegerla y cerca del corazón para amarla”. El hombre al verla dijo el primer piropo de la historia: “Esta sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos”. Hombre y mujer para vivir en un ambiente de hogar. A esto Dios le da una importancia particular. De hecho, el término hebreo “bayit” (casa) está presente en la Sagrada Escritura, 2092 veces, y el término “ben” (hijo), resuena 4929 veces. La casa necesita de esposos, y los hijos requieren, no sólo de progenitores, sino esencialmente, de padres en serio.
Jesús, viniendo a este mundo no ha querido nada para sí: ha rechazado riquezas y bienestar, pero no ha renunciado jamás a la familia. De hecho, el primer milagro con el que inaugura su vida pública, lo cumple haciendo un signo prodigioso en una fiesta de bodas (cf. Jn 2,1-11). El significado es evidente: la familia está en el corazón de Dios y es su primera preocupación. Es verdad que, como en toda convivencia, surgen dificultades. Convendrá tener en cuenta pues, el consejo del Papa Francisco en la Exhortación apostólica “Amoris laetitia”: “En una crisis no asumida, lo que más se perjudica es la comunicación. De ese modo, poco a poco, alguien que era «la persona que amo» pasa a ser «quien me acompaña siempre en la vida», luego sólo «el padre o la madre de mis hijos», y, al final, «un extraño» (n.233). Sería triste llegar a la conclusión del dramaturgo francés Francis de Croisset (1877-1937): “Hay tantos padres y tantas madres que tienen hijos, pero son pocos los hijos que tienen padre y madre”.
