La dignidad es un valor olvidado en este convulsionado siglo XXI, es decir, el decoro y el respeto por uno mismo y por los demás. El ser digno ante sí y ante la sociedad es un imperativo silencioso de las almas nobles que no precisan de honores ni reconocimientos, porque en la sencillez de sus obras anónimas y magníficas está toda su recompensa.

Quien piensa que la honra pasa por permanentes homenajes y evocaciones, por símbolos materiales que se pierden en el tiempo está errado porque el hombre digno vive de su presente, del trabajo cotidiano, honesto y de las acciones, que van dejando su sello personal e íntimo como una impronta siempre luminosa.

Digno es quien no espera nada y lo da todo, quien tiene una permanente actitud de servicio hacia el otro, quien acalla el sufrimiento del prójimo con serena palabra, quien multiplica la sonrisa de los niños no importa su condición social o su apariencia. La dignidad pasa por la palabra empeñada y bebe del silencio el más profundo de los agradecimientos.

Cuando busca en las pequeñas cosas de la vida los valores más hondos va hacia el camino del éxito porque sus manos nunca estarán vacías ni habrá una súplica ahogada en un decir sin sentido, que muestra un alma desgarrada por los avatares de la existencia. La dignidad no necesita de otras voces para pregonar los propios dones que cada uno sabe que posee en la autoafirmación de su verdadera personalidad.

Recuperar la dignidad es encontrar la verdad y verse reflejado en ella como en un espejo limpio donde nada ni nadie podrá romper esa imagen. Ser dignos es ser probos, decorosos, compartir ideales en una armónica convivencia.