En una nota que publicáramos en DIARIO DE CUYO hace más de tres años, titulada "Ausencia institucional'', expresábamos nuestra preocupación y perplejidad por lo que considerábamos (y consideramos) una inexcusable demora parlamentaria que se traduce en una nítida omisión inconstitucional. Es que desde abril de 2009, cuando Eduardo Mondino renunció al cargo de Defensor del Pueblo de la Nación (DP), llamativamente se viene manteniendo una situación inadmisible en el contexto de un Estado democrático, constitucional y convencional. Ni más ni menos que diez años de retraso del Congreso de la Nación en nombrar al DP es un despropósito, y aunque se requiere una mayoría importante de dos tercios de los miembros presentes de cada una de las cámaras, como pretexto no alcanza. La Defensoría del Pueblo fue implementada en el plano nacional en 1993 (Ley 24.284), es decir, antes de la última innovación constitucional. No obstante, la Convención constituyente la incorporó al texto materializado en 1994 y actualmente en vigor. Aquella figura defensorial fue prefigurada como órgano relevante para la defensa, protección y realización de los derechos fundamentales de los habitantes. ¿Falta de voluntad política, desidia, ausencia de diálogo maduro y equilibrado en el Congreso, inoperancia para alcanzar un consenso adecuado que propulse la designación del DP? Sí, todo eso y más: mezquindades, anteposición de intereses personales y/o partidarios y ausencia de responsabilidad política e institucional. La regla se confirma: en nuestro país lo provisorio suele convertirse en definitivo.

El art. 86 de la Constitución Nacional establece que el Defensor del Pueblo es un órgano independiente instituido en el marco del Congreso, que actúa con plena autonomía funcional y sin recibir instrucciones de ninguna autoridad. 

Si bien la capacidad constitucional de nombramiento del DP corresponde al Congreso, existe corresponsabilidad del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner en parte de su primer mandato e íntegramente en el segundo; y de Mauricio Macri en todo su período presidencial hasta el presente, restándole unas tres semanas en el poder. Primordialmente el Legislativo y mediatamente el Ejecutivo, estuvieron al tanto del grave incumplimiento constitucional en un ámbito sensible y debieron haber actuado en consecuencia. Nótese que incluso la Corte Suprema de Justicia exhortó al Congreso a salvar esa inercia inconstitucional, aunque por ahora sin resultado positivo. Ya en la dimensión internacional, la OEA y el Comité de Derechos Humanos han comunicado al Estado nacional su inquietud por la falta de nominación del DP.


El tema no es precisamente menor. Es que el art. 86 de la Constitución Nacional (CN), establece que el DP es un órgano independiente instituido en el marco del Congreso, que actúa con plena autonomía funcional y sin recibir instrucciones de ninguna autoridad. Su misión es defender y proteger los derechos humanos, garantías e intereses tutelados en la CN y las leyes, ante hechos, actos u omisiones de la Administración y de otras instancias funcionales. Asimismo, existe un vínculo entre los instrumentos internacionales de derechos humanos con jerarquía constitucional y las personas protegidas por ellos, esfera donde el rol del DP es crucial como magistratura de persuasión e instancia de control gubernamental, además del ejercicio de su legitimación procesal por ejemplo en la salvaguarda de derechos de incidencia colectiva (art. 43 CN). 


La designación del DP es una cuestión de alta institucionalidad. Ojalá que en breve se emplace en ese encumbrado cargo a una persona capacitada, conciente de la magnitud e importancia de su investidura, con principios éticos incuestionables, responsabilidad, vocación de servicio, sensibilidad social y que esté comprometida con el Estado constitucional y convencional, los valores republicanos y democráticos y la irrestricta protección de los derechos fundamentales. 

Por Víctor Bazán
Doctor en Derecho. Profesor de Derecho Constitucional UCCuyo y de Posgrado UBA.