Después de que tomaron preso a Juan, Jesús fue a la provincia de Galilea y empezó a proclamar la Buena Nueva de Dios. Hablaba en esta forma: "El tiempo se ha cumplido, el Reino de Dios se acerca. Conviértanse y crean en el evangelio". Jesús caminaba por la orilla del lago de Galilea. Ahí estaban Simón y su hermano Andrés, echando sus redes en el mar, porque eran pescadores. Jesús los vio y les dijo: "Síganme, que yo los haré pescadores de hombres". Ellos dejaron sus redes y lo siguieron inmediatamente. Poco más allá, Jesús vio a Santiago, hijo de Zebedeo, con su hermano Juan. También ellos estaban en sus barcas y arreglaban las redes. De inmediato Jesús los llamó, y partieron tras él, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los ayudantes (Mc 1,14-20).
Éste es el anuncio de Jesús: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca". No son palabras fáciles, sobre las cuales el evangelista Marcos no ha querido detenerse en explicaciones. Sin embargo ha querido inmediatamente, con el relato de la llamada de los primeros discípulos, ilustrar el significado de "convertirse y creer". El imperativo "conviértanse" no es una invitación a un genérico cambio, ni quiere ser una invitación a la penitencia en el sentido puro y simple de la renuncia, y ni siquiera puede reducirse a un simple paso de la deshonestidad a la honestidad. Es todo esto, pero también, tal como aparece en el relato de la conversión de los primeros discípulos, un "plus" distinto. La llamada de Jesús exige una respuesta sin dilación: "Inmediatamente" (v.18); un desapego: "Dejaron sus redes y a su padre" (v.20); la voluntad de seguir al Maestro: "Lo siguieron" (v.18); y el coraje de comprometerse en la misión: "Los haré pescadores de hombres" (v.17).
La conversión evangélica significa una mutación interior y radical. La imagen de "volver" expresa la esencia de la conversión. De hecho, significa "regresar", "cambiar de camino". Se hace necesario volver hacia atrás y retomar una dirección completamente nueva. La conversión llega al corazón de la persona, de la existencia, y la transforma. Además de interior y radical, la conversión evangélica es religiosa. La precede un anuncio: "El Reino de Dios está cerca", que requiere una respuesta. Pretende ser un camino de auténtico humanismo, ya que es un "volver a casa"; es la liberación de muchas alienaciones y esclavitudes que desorientan al hombre y lo empobrecen. Convirtiéndose al evangelio, el hombre encuentra su identidad (cf. Mc 10,29-30). El imperativo: "Conviértanse", es una invitación a organizar la vida en base a tres líneas fundamentales. Ante todo, un paso desde el centro del propio interés hacia Dios. Como afirma el primer mandamiento: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu ser". Es el primer y fundamental cambio: desde mí hacia Dios. La segunda línea va unida al "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". Es la segunda mutación: desde mí hacia los otros. Para concluir, el tercer cambio implica un modo nuevo de pensar la existencia: pasar de la ambición del poseer, al ámbito de la gratuidad y de la donación, como Jesús que no vino a ser servido.
Pienso en la vida de un hombre que encarna la invitación que Jesús nos hace en este domingo: el francés Charles de Foucauld (1858-1916), beatificado por Benedicto XVI el 13 de noviembre de 2005. Descendiente de una familia aristocrática que portaba el título de "vizconde de Foucauld", Charles fue huérfano de padre y madre a los seis años y debió migrar con su abuelo al desatarse la guerra franco prusiana. En 1876 ingresó a la Academia de oficiales de Saint-Cyr donde llevó una vida militar disipada. Enviado como oficial en 1880 a Sétif, en Argelia, fue despedido al año siguiente por indisciplina, acompañada de notoria mala conducta. En 1886 se volvió una persona espiritualmente muy inquieta, que reiteraba en la oración: "Dios mío, si existes, haz que yo te conozca". Su encuentro y confesión con el sacerdote Henri Huvelin el 30 de octubre de 1886, produjo un cambio decisivo en su vida. En noviembre de 1888 peregrinó a Tierra Santa tras las huellas de Jesús de Nazaret, lo que produjo un fuerte impacto en él. Ordenado sacerdote en 1901, decidió radicarse en el Sahara argelino, donde combatió lo que él denominó: la "monstruosidad de la esclavitud". El 1 de diciembre de 1916 fue asesinado por una banda de forajidos en la puerta de su ermita en el Sahara. Se dio cuenta de que no había nada más querido por él, que el último lugar. Por eso escribió: "Jesús no hizo otra cosa que bajar, poniéndose siempre en el último lugar". Y en una carta a Gabriel Tourdes dirá: "Quiero vivir del trabajo de mis manos, desconocido de todos y pobre, disfrutando de la oscuridad, del silencio, de la pobreza, de la imitación de Jesús. La imitación es inseparable del amor. Todo el que ama quiere imitar al amado: ése es el secreto de mi vida".
