Las revoluciones tunecina y egipcia contra sus gobernantes impopulares han demostrado que la población de esos países no es pasiva y está preparada para luchar por la democracia. La dimensión de su legitimidad es extraordinaria, pues se han hecho sin apoyo exterior.

Ahora el turno le llegó a Libia, donde las manifestaciones contra el régimen de Muammar Khadafy se han convertido en las más sangrientas de la ola de protestas que sacude al mundo árabe, dejando al país al borde de la guerra civil. El coronel Khadafy llegó al poder en 1969, tras un golpe militar incruento que destronó al rey Idriss. El mandatario libio ha usado duras tácticas contra los disidentes, incluidos los islamistas, y ha empleado "comités de purificación" de agentes de policía, del ejército y estudiantes leales para mantener el control.

Este personaje fue incluido en todos los "ejes del mal", luego del atentado contra un avión de Pan Am en Lockerbie, Escocia, en 1988, en el que murieron 270 personas. Desde el primer momento se sospechó de los servicios secretos libios y la investigación reunió pruebas concluyentes. Después de negarlo durante años y de ser sometida a duras sanciones por la ONU, Libia entregó primero a los responsables y posteriormente indemnizó a las víctimas, reconociendo de esta forma su responsabilidad.

Y en 2003, Khadafy ingresaba por la puerta grande, en la nómina de dirigentes respetables y como cooperador de Occidente. Es decir, un asesino confeso se convertía en un aliado preferente sólo por el hecho de haber admitido su culpa y de ofrecerse a colaborar a partir de entonces. Este asunto ilustra bien la ceguera con que Europa y Estados Unidos han administrado sus intereses en la región: apoyar a tiranos corruptos, a veces con las manos manchadas de sangre, a cambio de su cooperación en los problemas que los obsesionaban: el islamismo violento y la emigración ilegal. El estado de los derechos humanos, la vulneración de las leyes y la corrupción eran, al parecer, asuntos menores.

El mes pasado, Khadafy dijo que le dolían los violentos sucesos de Túnez y que el pueblo tunecino se había apresurado demasiado al expulsar al presidente Ben Alí. Ahora las protestas han cruzado la frontera y la sed de libertad pareciera que es más fuerte que la prepotencia de más de 40 años del poder del dictador libio.