Hoy la Iglesia católica celebra la solemnidad de los santos Pedro y Pablo. Oramos y damos gracias por el Papa Francisco. Un verdadero hombre de Dios, humilde, con la sencillez de los santos. Con un corazón grande como el de Pedro, y misionero hacia las periferias geográficas y existenciales como el de Pablo. Un Papa que anhela una Iglesia pobre para los pobres. Una Iglesia que abandone la prepotencia del poder y aprenda la humildad del amor. Desde el inicio, la tradición cristiana ha considerado a san Pedro y san Pablo inseparables uno del otro, aunque cada uno tuvo una misión diversa que cumplir: san Pedro fue el primero en confesar la fe en Cristo; san Pablo obtuvo el don de poder profundizar la riqueza de esa fe. San Pedro fundó la primera comunidad de cristianos provenientes del pueblo elegido; san Pablo se convirtió en el apóstol de los paganos. Con carismas diversos trabajaron por una única causa: la edificación de la Iglesia.
Es emocionante ver en la vía Appia romana, las marcas menos evidentes pero no menos emotivas del paso por allí de Pedro. El punto de partida habría que buscarlo antes de salir a la ruta, todavía sobre el foro romano, donde se encuentra la famosa cárcel Mamertina, una especie de pozo, no muy amplio, del siglo IV antes de Cristo, donde estuvieron presos, antes de ser ajusticiados, Yugurta, Vercingétorix y los cómplices de la conspiración de Catilina. Hoy se ha transformado en la capilla de "San Pietro in Càrcere”, porque la tradición afirma que allí estuvo preso Pedro antes de ser liberado de sus cadenas. De hecho, una vez en libertad, sigue indicando la tradición, Pedro habría sido convencido por los cristianos de Roma de que su estadía en la ciudad era sumamente peligrosa y debía huir a Antioquía. Para ello, en lugar de dirigirse por la vía Ostiense al puerto de Ostia, sumamente vigilado, como entrada principal que era a la Capital, y siendo ya estación peligrosa por las tormentas para embarcarse en el Tirreno, Pedro decide dirigirse a Brindisi y arriesgarse en el Adriático y, para ello, debe encaminarse a la vía Appia. Está todavía señalado, en la iglesia de los santos Nereo y Achilleo, el lugar donde, al partir, se le cayeron las vendas que protegían las llagas de sus cadenas. Esas cadenas que se conservan todavía hoy en "San Pietro in vincoli”, donde está también el magnífico Moisés de Miguel Ángel. Pero, ya fuera de los muros, y casi un kilómetro recorrido por la ruta, sucede el incidente hecho famoso por la novela "Quo vadis” de Enrique Sienkiewicz. De pronto ve que, en dirección contraria a su fuga, viene caminando una silueta que le resulta conocida. Ya próxima, reconoce finalmente a Jesús. Lleno de estupor le pregunta "¿Señor, a dónde vas?” ¿Dómine, quo vadis? Y Jesús le contesta "Venio iterum crucifigi”: "Vengo a hacerme crucificar por segunda vez”. Pedro entiende y, decidido, vuelve atrás, a enfrentar la muerte. El lugar del encuentro sobre la vía Appia, está hoy marcado por la presencia de una iglesia, "Santa María in Palmis”, que los romanos llaman la iglesia del "Domine quo vadis”. Pero todo comenzó aquel día en que el pobre Simón, junto con once elegidos de las más diversas procedencias por el extraño maestro de Nazaret, recibió de éste el insólito apodo de "Piedra”, de "Roca”; "Tú eres roca y sobre esta roca construiré mi iglesia”. Simón entonces no había entendido demasiado. Es verdad que era fuerte, acostumbrado a recoger las redes llenas de peces y empujar las pesadas barcas de su padre varadas en la costa hacia el lago; era un hombre morrudo y musculoso, pero de allí a llamarlo "Piedra” era un poco exagerado. Lo había negado tres veces en el contexto de la Pasión, pero tuvo la humildad de confesarlo tres veces diciendo que lo amaba con su frágil amor humano. Allí radica su grandeza. Cuando se ingresa a la Basílica de san Pedro, en la nave derecha se encuentra una estatua del apóstol Pedro que tiene los pies gastados, porque las manos de los feligreses han borrado sus dedos. El poeta español Rafael Alberti (1902-1999), comunista ateo, escribió unos hermosos versos. El juego ligeramente irreverente y travieso de su métrica atina con la intuición de un dato esencial: la suma sencillez de la Iglesia en sus comienzos y el complicado peso con que los siglos la han cargado. Escribe desde la nostalgia del primer Papa pescador. "Di, Jesucristo, ¿por qué me besan tanto los pies? Soy San Pedro, aquí sentado, en bronce inmovilizado, no puedo mirar de lado ni pegar un puntapié, pues tengo los pies gastados, como ves. Haz un milagro, Señor. Déjame bajar al río, volver a ser pescador, que es lo mío”. Hoy oramos por el Papa Francisco y pedimos que el Señor le de salud y fuerzas, porque lo necesitamos para que la Iglesia cambie su rostro y sus gestos, que nos hagan más transparente al Divino Maestro.
