"¡Qué pobre mundo habrá detrás de esa escultura herida de aquella mujer de la plaza que se nos perdió vaya uno a saber cuándo!".


Son esas cosas que uno no puede ni debe olvidar. Posiblemente usted la vio. En la mañana más helada de un julio sanjuanino, arropada con una precaria frazada en un banco de la desolada plaza Veinticinco. Encontrarla dormida el día siguiente, con toda la muerte encima que le ha dejado al descuido la helada implacable; o bailando amargamente el mensaje de algún altoparlante que saca brillo a un sábado de esos en que la gente a su modo comienza con sencillez a homenajear la vida de fin de semana; o rezongando para sí, ante la mirada atónita de alguna criatura que no tiene por qué entender estas cosas; o ante la indiferencia del peatón que salió a pasear sus preocupaciones por la ciudad; y siempre a su costado un bagaje de pertrechos en grandes bolsas, que la acompañan por las calles y por toda la vida.


Es una mujer de unos cincuenta años, aunque difícil es precisarlo en las condiciones que se la ve, y menos para mí que jamás me ocupé de la edad de la gente; se la ve maltratada por la vida, descuidada y con el daño lacerante de la soledad sobre los hombros. Muchas veces grita cosas que no es necesario entender, aunque pareciera que algo nos reclama, sin aludirnos ni querer molestarnos, quizá una inútil proclama de protesta por tanto abandono.


Es también uno de nuestros personajes, aquellos sobre los cuales jamás quisiéramos comentar nada; son demasiado contundentes los argumentos que ellos mismos exponen. 


Pero también son un camino para los riesgos y tentaciones del narrador: exponerse de carne y hueso, con pura humanidad ante la gente, por el simple pretexto de una pobre mujer que nos demanda la intervención del más básico amor, el compromiso del alma; aunque muchas veces pienso que, de esta forma aparentemente tan inofensiva, uno aventura una suerte de intromisión en la respetable humanidad del otro.


¡Qué pobre mundo habrá detrás de esa escultura herida de aquella mujer de la plaza que se nos perdió vaya uno a saber cuándo! ¡En qué trecho de su viaje que también se "hace camino al andar" se habrá extraviado su niñez de cera, su adolescencia digna de piropos y besos, su madurez marchitada prematuramente! ¡De qué modo nos está mirando cuando se sienta en un banco de la Veinticinco a ver pasar las cosas que no tiene y las que la lastiman, la sociedad que no la posee, la gente entre la que no se encuentra! 


Con los años, la vida suele ponernos más sensibles. A veces se nos allegan a los ojos lágrimas que nos sorprenden por cosas que antes casi pasaban desapercibidas. Pero, a la vez, a estas mismas cosas que nos ablandan y fraguan, desgraciadamente las vamos comprendiendo desde un lugar de resignación, y esa contradicción es triste y trágica. En las sociedades marginadas de la igualdad, como la nuestra, todo esto luce casi como irremediable. Como siempre, en todo lugar del mundo, será tarea de nosotros no resignarse, "no dormir esta noche -como punzaba Tejada Gómez- si hay un niño en la calle"; sentir responsabilidad si frente a nuestros ojos, como gorrión caído de una rama, una mujer de unos cincuenta años, que una noche se fue de una plaza, no tuvo un lugar donde ser una de nosotros.

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.