Al salir de allí atravesaron la Galilea; Jesús no quería que nadie lo supiera, porque enseñaba y les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará.» Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas. Llegaron a Cafarnaún y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: «¿De qué hablaban en el camino?» Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande. Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: «El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos» Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: «El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí» (Mc 9,30-37).

El domingo pasado dejamos a Jesús con el grupo de los discípulos a los pies del monte Hermón, en el extremo norte de Palestina. Hoy lo encontramos a su regreso, atravesando la Galilea, en dirección al lago Tiberíades.  Marcos subraya que quería hacerlo de incógnita, porque estaba instruyendo a sus discípulos sobre algo muy íntimo y reservado.  En efecto, les anunciaba por segunda vez su muerte y resurrección.  Sin embargo, a diferencia del primer anuncio, ahora añade una referencia que deja perplejo a su círculo íntimo: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres”.  Es el Padre quien “entrega” su propio Hijo a los hombres para salvar al hombre.  Así, el evangelista Marcos nos introduce en el misterio de la Pasión.  El texto de la primera lectura de hoy, extraído del Libro de la Sabiduría, lo anticipa proféticamente: “Pongámoslo a prueba con ultrajes y tormentos, para conocer su temple y probar su paciencia.  Condenémoslo a una muerte infame, ya que él asegura que Dios lo socorrerá” (Sab 2,19-20). Y el socorro llegó cuando el Padre lo resucitó dejando la tumba vacía. Marcos hace notar que los discípulos no entendían las palabras del Maestro y temían interrogarlo sobre ese tema.  Aparece claro que, mientras por una parte no entendían,  porque el dolor estaba fuera de sus esquemas mentales, por otro lado preferían no profundizar sobre ese argumento.  Antes le habían escuchado decir que si alguien deseaba ser su discípulo, debía ir detrás de él cargando la cruz (cf. Mc 8,34).  Ahora, estas palabras que hablan de “entregarse”, “dejarse entregar”, les parecen algo excesivo.  Dirían entre sí: “mejor no tocar ese tema”.  La escena sucesiva sugiere dos puntos más de reflexión: corregir la mentalidad de la competitividad (cf. Mc 9,33-34), y aprender a priorizar el servir en vez de privilegiar el mandar (cf. Mc 9,35-37).  Se trata de un discurso subversivo y revolucionario.

Llegando a casa, Jesús les interroga: “¿Sobre qué discutían por el camino?”.  Ellos no responden.  Es el silencio de quienes se sienten culpables.  Habían estado discutiendo sobre quién era el más grande.  Jesús es un excelente pedagogo.  No interviene inmediatamente.  Espera el momento oportuno para combatir la ideología de la primacía en sus discípulos.  La mentalidad de la competencia y del prestigio, que caracterizaba a la sociedad del Imperio Romano, se estaba infiltrando en la pequeña comunidad naciente.  He aquí el contraste: el Mesías Siervo sufriente habla de dolor, cruz y resurrección, y ellos se enfrentan entre sí, respecto a quién es el más importante.  Jesús busca “bajar”, y ellos “subir”.  Él busca ser “ministro” que sirve en humildad, y ellos “maestros” mareados de soberbia.  No les dice que tienen que ser los “príncipes de la Iglesia”, ni las “excelencias reverendísimas”, sino los servidores humildes frente a las miserias y humillaciones humanas. Una frase del escritor argentino Ernesto Sábato (1911-2011), expresa una gran verdad: “Para ser humilde se necesita grandeza”. 

Luego enseña que hay que priorizar el servicio por sobre el mandar. “Tomando en sus brazos a un niño dijo: Si alguien quiere ser el primero, debe hacerse el último y el servidor de todos.  Quien acoge a uno de estos pequeños, a mí me acoge”. El valer de una persona no está en prevalecer sino en convencer sin vencer, sin humillar. Servir y acoger son los verbos sobre los cuales se debe construir una nueva civilización.  Sí.  El mundo nuevo nace de estas dos actitudes de fondo. Toma entre sus brazos a un niño, es decir, uno de aquellos que en la época de Jesús, junto a las mujeres y a los esclavos, no contaban para las autoridades.  Acoger significa: escuchar, hospedar, ponerse al servicio de los últimos con el delantal como signo distintivo del cristianismo. Acoger es el otro nombre del amor. Escribía Charles de Foucauld en 1897: “Jesús ha ocupado con constancia y cuidado el último lugar.  Sólo puedo ocupar el penúltimo lugar, porque él siempre está en el último”.  Lo podemos complementar con el pensamiento del Pobre de Asís: “Soy tan sólo lo que soy ante Dios”.  La lógica de la “minoridad” nos permite atravesar la puerta de la eternidad.