Una paz de cosas logradas despliega la mañana por las callecitas. Bajo los aplausos de fina llovizna, dos zorzales ensayan una sinfonía. Desde la pasarela de Sorocayense el día se trepa a un gorrión, y desde allí se lanza agradecido hacia las manos de Dios. Como espaldas del mundo, en pocos segundos la cordillera de Ansilta se enorgullece de sol. Es posible enhorquetar al Mercedario en un sauce, y al Aconcagua bañarlo en el espejo de un charquito. Todo está a la mano allí, la mansedumbre del viento y las tonadas del río.

La gente saluda a la gente como en día de fiesta. Uno se siente reconocido como ser humano, pasa a ser un protagonista de esa convocatoria de los cordiales y un mosaico del paisaje, alguien tan importante como los pájaros y las acequias.

Hacía muchos años que no iba a Barreal. Venía rumiando la amargura de ver que en otras provincias como Córdoba, Tucumán o Mendoza hay pueblos donde el turismo tiene todo lo necesario: posadas, hoteles, cabañas, importantes supermercados, servicios, comida regional, y hoy veo que en este bellísimo rincón sanjuanino, exactamente equidistante de la Capital de Mendoza y nuestra Capital, se está a la altura del mejor lugar turístico del país.

Con sorpresa advierto que visitan Barreal infinidad de extranjeros, que lamentablemente no extienden su visita a nuestra ciudad Capital, tema que habrá que tomar muy en serio, porque es en las grandes ciudades donde el turismo más consume, donde no extraña las ofertas comerciales y recreativas de otros lugares del país, y donde recibe el mayor caudal cultural del lugar, por el cual forjará una imagen de la provincia, y que luego ha de difundir.

Estos días de fuego y casi lágrima he amado a Barreal como se ama opcionalmente, como se ama para siempre. Me he sentido más sanjuanino que nunca, reivindicado como provinciano, satisfecho como hombre.

La tarde estira de a poco los vientos señeros de su retirada por los potreros. Sé que mañana no estaré aquí, y que he demorado demasiado en estremecer mi alma por estos pagos de ensueño.

Desde la pasarela de Sorocayense el día se trepa a un gorrión, y desde allí se lanza agradecido hacia las manos de Dios. Veo casi con angustia que estoy dejando el puente y que el Aconcagua, de pie al medio al río de los Patos, llora de algún modo mi partida. No he de llorar hoy: estoy absolutamente seguro que volveré a este lugar.