Mucho se ha escrito y se escribe acerca de los adolescentes, sus problemas, sus necesidades, sus padres. Sin embargo pareciera que quedara todo en letras de molde y no resuelve cuando nuestros hijos de 16 o 17 años nos plantea una dificultad. En ese momento pareciera que olvidamos todo lo que leímos, lo que el médico o el especialista nos explicó. No encontramos la manera de dialogar, de entendernos y hacernos entender, pues es muy diferente la comprensión teórica del problema al enfrentamiento cotidiano de las complicaciones que surgen no solamente de las características de la adolescencia sino de lo típico de los padres. Con esta reflexión, mejor expresada por los entendidos, pretendo dar mi humilde opinión acerca de lo difícil que resulta convivir con hijos adolescentes y, al mismo tiempo, lo que para ellos significa la convivencia con nosotros. El adolescente transcurre sus días tratando de satisfacer sus necesidades emocionales, físicas y sociales. Su comportamiento puede ser tímido, agresivo, servicial, idealista y también omnipotente, pero siempre depende de cuáles son sus requerimientos y sus intentos de solucionarlos. Algunos pueden ser aceptables, como trabajar, estudiar, o practicar deportes. Otros no lo son: pelear con los amigos, haraganear, rebelarse sin motivo o no tener una actividad definida. Son precisamente estos últimos los que producen enfrentamientos con los padres, portadores de una ideología social que no admite rebeldías o contrariedades. La conducta inadecuada nos produce un innegable malestar. No lo comprendemos como un problema del joven consigo mismo, como una lucha debida al crecimiento y a su intento de identificación. Lo registramos en calidad de enfrentamiento hacia nosotros. Son nuestras expectativas las que están siendo frustradas, como si el hijo tuviera que ser necesariamente el resultado de una fórmula química. Pero ¡Oh! Maravilla de la vida, de lo inesperado, del futuro, que permite que cada hijo sea, en la mayoría de los casos, como sus padres, y al mismo tiempo diferente. Que inaugure cada vez un nuevo milagro de personalidad, parecido, comparable a otro quizá, pero nunca idéntico más que a sí mismo. Aceptar las semejanzas no nos resulta nada difícil, especialmente si se relacionan con nuestras buenas cualidades. Pero tan pronto como nos percatamos de una actitud "original” aunque sea orientada a acciones y normas de conductas positivas, por el sólo hecho de que no responden a nuestra manera de ser, nos sentimos perturbados. No comprendemos o nos cuesta comprender que si él ha cambiado y tiene un criterio propio, quizá también nosotros debiéramos cambiar.

(*) Escritor.