Juguetes, anécdotas y sueños de la niñez.


Miró mi hijo la vidriera de calle San Martín, en Mendoza y sus ojitos se iluminaron. El avioncito de aeromodelismo lo encandiló, pero yo andaba escaso de fondos, entonces le sugerí que compráramos otro, uno rojo con hélice que se enroscaba hasta que no daba más el elástico interior y entonces se la soltaba, como dijo el vendedor, se tiraba el avioncito al aire y volaba.


Mi hijo quería probarlo de inmediato. Imposible hacerlo en la ciudad, por eso decidimos dilucidar el misterio en la ruta. Apenas salimos de la zona urbana, paramos a un costado del descampado; enrosqué la hélice, la sujeté y apunté el avioncito hacia el cielo, esperando como una oración el hermoso milagro del vuelo. El aeroplano escarlata apuntó en salto a dos escasas nubes de primavera, se elevó un poco, hizo una pirueta y cayó de punta al ripio, donde se destrozó y partió en dos cielos las ilusiones y sueños infantes. 


Nuestro artefacto sustituto nos había pasado sombría factura derrotándonos el alma. Bajo el manto deshilachado de un silencio espeso volvimos a San Juan. En el asiento trasero del auto lloraba hasta el nunca una ilusión de niño con lágrimas azules, violetas y rojas.


Cuando miré de reojo el pichón herido, que sabía no recuperaría jamás la emancipación de sus alas quebradas, recordé los volantines que construíamos con mi padre en otra niñez que parecía caída en el mundo de los sueños, como ocurre con las cosas remota, aquellos rojos pájaros de papel crepe o de envolver regalos, con dobladitos en sus bordes donde poníamos el hilo que los protegía; andinistas del viento con cola de color distinto y esa amarra de piolín rudo desde su corazón hasta el pincel de nuestras manos, para que el diseñado poema de luna carmín no se nos fuera así como así por las libertades del aire. 


Mi padre comenzaba el romboidal volantín; había conseguido un hermoso papel de rojo estridente; pegamos con engrudo en sus bordes el fino hilo e hicimos el dobladillo. Cuando secó, le sumamos la caña tensada para darle forma, le atamos la cola de flecos de trapos sobrantes y el piolín; y una tardecita que parecía flotar en la leve brisa, nos fuimos al campito. Poco viento. Se le veía a mi padre esa ilusión que brillaba en espejo en nuestros ojos de pocos años. Corrió en dirección opuesta a la escasa brisa y cuando el papel con vida comenzó a tiritar, crujir, gemir, convocar la dulce ansiedad, lo entregó al cielo cobrizo como quien abre la jaula a un ruiseñor. El volantín se elevó levemente, tembló como una adolescente en puertas del amor; fue necesario que mi padre corriera aún más para que se elevara, y, ante nuestros ojos de estupor, subió unos metros más por el desfiladero de nuestra impaciencia y cayó en picada, crujiendo sus huesitos de caña y brisa. La aventura de duendes voladores nos había anunciado aquel crepúsculo escarlata la posibilidad de reiterar con los años alguna otra profecía de lágrimas. 

Por Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete