Cabeceé y desde el fondo se vino por error una chica que no había sacado a bailar. No cabía alternativa, debía obrar como un caballero, aunque advertí que era mucho más baja que yo y entonces se bailaba abrazaditos. Al volver a la mesa las cargadas fueron insoportables. Era la lógica de la pista, ruleta rusa en la aventura de la conquista de compañía o flirteo, que podía culminar en decepción o inicio del amor.

Pistas había por toda la provincia. En ese ruedo alguna vez nos tocó bailar toda la noche y volvimos a casa presurosos a cobijar en la margen anchurosa de la almohada la imagen de la muchacha con la que compartimos esa dulce estadía del abrazo. 

Recuerdo la pista Mitre, ubicada en Entre Ríos y Mitre. Allí de niño presencié una actuación de los últimos integrantes de La Tropilla de Huachi Pampa, conducidos por el mismísimo Buenaventura Luna, voz profunda, personalidad avasallante y un dúo que integraba Rafael Alós, padre de Rubí Alós, la extraordinaria cantante que nos dejara joven. 

Y aquella pista del viejo Barrio Rivadavia, cuando en sus bailes se lucía en el pequeño escenario muchas veces emplazado en la carrocería de un camión, el maestro Salvador Catanzaro y su “orquesta típica”, con el cantor Héctor De Luca o el bandoneón sentimental de Angelito Girardi o la tradicional orquesta del maestro Rainelli. Había otra pista famosa en la esquina de Av. Libertador y Urquiza, entonces Victoria, donde mi barrio se engalanada en mágicas noches despertadas por cantores famoso y otros no tanto. 

La pista fue un territorio de encuentros y un ruedo de la noche. Aún golpea en la memoria el rechinar de madera rústica y reseca de las mesitas plegables y tembleques, siempre una pata más corta, como los recuerdos, porque si fueran redondos se extinguirían en el olvido.

En el viejo Parque, la famosa Isla, donde era tanto el amor como las disputas de gente recia. Y en todas, el mozo se acercaba siempre apurado y se le encargaba unos sánguches de mortadela o salame, una Bidú o una naranja Nora. Y la noche, irremediablemente, se iba en lo mejor, llevando en sus laberintos de “piel de ojeras” (como maravillosamente describió las sombras el poeta Homero Expósito) la velada pintada a fuego por el lloriqueo de bandoneones hoy escasos o trompetas de “orquestas bailables” que generalmente nacieron en la Banda de Música de la Policía o la del Ejército. 

O aquellas donde se improvisaba un escenario para que actuaran los radioteatros, y la gente de los departamentos conociera a Alberto Vallejos, Sarita Valle, el Negro Romero, Alfredo Quintana, Liliana Dávila y Nélida Gazal.

Y más acá en la memoria, las pistas de nuestro amado carnaval: las del Sirio Libanés, la apretujada famosa del Club Los Andes, donde un día escuchamos cantar al gran Serrat; las popularísima La Curva, Ticonderoga, Cabú, El Ensueño, y aquellas de los nigt club escondidos en los abrazos nocturnos de los numerosos escondrijos de los besos, donde entrábamos por gracia de la linterna del acomodador.

Pero nada se ha perdido. Todo tiene un sitio en el valle traslúcido del alma; y cuando esta se mude de barrio, por esas cosas de la vida, las marcas construidas por el hombre desde el pedestal de su sangre, seguirán siendo indelebles en la memoria popular. 

 

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete