Se suele decir que los años no pasan en vano. Es cierto, para bien y para mal, aunque en el caso de los árboles generalmente es para bien, si son cuidados: se desarrollan, se erigen en efigie, sirven cada vez más a las ciudades y la gente. Pero mi viejo níspero del Parque de Mayo, no; se ha vuelto anciano y se le nota en la cara triste y la figura marchita. Suelo visitarlo cuando voy a trotar. En realidad, siempre arranco desde donde está él, y pienso que esto no es casual. En ese sitio, generalmente, mi infancia y adolescencia se detenían a buscar sus dulzuras ambarinas, hoy casi inexistentes. Uno siempre vuelve a los viejos sitios, dice la canción de César Isella. Y en éste evidentemente ubico el momento del asombro de los primeros años, de las primeras tristezas y de las frutas.
Viejo, muy viejo, está mi querido níspero. Ha quedado reducido a dos brazos que buscan cielo. Uno de ellos se le está muriendo en días implacables, como un niño de la guerra en brazos de su madre. El otro pugna por pelearle solo a la vida. Doy aviso de auxilio a quienes les corresponde la vida de estos seres: se encuentra casi pegadito a la puerta de entrada al Lawn Tennis, metros hacia el Sur, es fácil divisarlo. Ya es casi ceniza y cuero. Tirita olvidos y es seguro que si uno arrima el oído a su pecho desnudo y frágil, llora, llora desconsolado, aunque muy despacito, porque los árboles son demasiado prudentes para plantear sus llantos, o quizá porque resultan demasiado evidentes los llantos de los árboles, se les nota en el alma cuando el alma comienza a ponerse gris y tirita de miedo a quedarse en pena.
Mi viejo níspero del Parque me ha convocado ayer a defenderlo. Tengo un montón de argumentos cristalinos para hacerlo. ¡Cómo no, si él fue parte de mi niñez y de aquellos días, cuando fui creciendo en magia y desvelos ante las maravillas del amor primero! Es imposible olvidar los pasos de fuego, y los anocheceres cuando me llevaba los libros de la secundaria, y bajo un lánguido farolito de aquellos tiempos estudiaba los temas del día siguiente. Es imposible olvidar la aspereza de su agrio fruto donde se iban construyendo en pasos primeros mis dulzuras y melancolías. Todo está. Sólo es cuestión de encontrar la llave de los arcones donde anida el recuerdo. Ellos suelen ser azules, que es un modo amable de presentarse al tiempo. Mi viejo níspero me ha tomado la mano ingenua de los primeros años, y me pide con ternura que no le suelte la suya, que le encuentre los gorriones del viento, que no permita que anide en sus arrugas la indiferencia, que lo arrope de ternura aunque ya no tenga frutos que dar, que seguramente será para ambos un modo de no morir.
(*) Abogado, escritor, compositor, intérprete.
