"...decidieron enterrar el cofrecito bajo un algarrobo seco. Les pareció buena tumba... Cavaron un hoyo profundo y se marcharon...".


Nadie, ni él, hubiera imaginado que iba a morir lejos de su tierra. Él, que se había aquerenciado aquí, donde construyó sus cuitas y sus castillos, sus broncas y sus atardeceres.


Un par de amigos decidió ir a buscar sus cenizas para depositarlas en su pago, como presumieron podría haber sido su voluntad. ¿En qué otro lugar habría decidido él dormir para siempre sus sueños simples y sus huesos?


Este invierno crudo decidieron la extraña aventura de portar esa pequeña urna que tenía el peso de un poema, el aletear de una tonada, el aroma de una fantasía. Demasiada ausencia o demasiada vida contenida en la cajita. Por eso, en el regreso temblaban y lagrimeaban sin mirarse, mientras recordaban sus crónicas simples, su historial de boliche y truco, donde se erigió en humilde ídolo barrial de esos recintos desteñidos, de vino noble y carcajadas. Recordaron cuando se ponía sentimental y entonaba casi llorisqueando "El zorzal y la calandria", su tonada caballito de batalla que era parte medular de su vida, porque en noches de melancolía, cuando volvía a recordar su amor perdido en el camino, entonaba con vos nasal: "El zorzal y la calandra eran dos que se querían...".


Al caer la tardecita se allegaron hasta un paraje donde alguna vez fueron felices, esa pequeña dicha que permiten los momentos de claridad y disfrute de las cosas elementales. Uno abrió la urna y lloró como antes nunca había llorado. En el aire helado se iban destrozando por el vuelo filoso de las tortolitas las últimas claridades. Todo parecía hecho a la medida de las lágrimas. Uno dijo que no le parecía bien aventar las cenizas. Que el aire era un territorio demasiado anchuroso y libertino para confiarle el último cuerpo y destino de un hombre. Era como abandonarlo a la arbitrariedad y el desamparo. Que en segundos él sería nada, bruma impersonal y triste navegando soledades, golpeando puertas sordas, esfumándose en plazas y gorjeos. Prefirieron que las canciones que había dejado golpearan ventanales y recuerdos; nadie podría rechazarlas. Por eso decidieron enterrar el cofrecito bajo un algarrobo seco. Les pareció buena tumba esa enramada de huesos extinguidos junto a su puntada de vida final. Cavaron un hoyo profundo y se marcharon.


Meses después, con la primavera al vuelo, volvieron al lugar; entonces vieron a través de las lágrimas que el algarrobo casi muerto estaba totalmente brotado. En la copa, un zorzal y una calandria se amaban con el lenguaje del canto.

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.