Claveles rojos, emblemas de su viejo y digno Partido Social Demócrata, cubrían el ataúd donde todo menos silencio podía esconderse.
Jamás detuvo su voz autorizada don Alfredo Bravo. Mucho menos ante nada que mereciera ser denunciado por injusto o inmoral; por eso no ha de enmudecer justo ahora que los marcos de la honra invitan a escucharla por siempre.
Las cosas valiosas perduran; a la postrer los pueblos se colocan muy por encima de los circunstancias políticas o las discrepancias menores, para hacer suyos los grandes ejemplos.
Como en un sueño, recuerdo una visita del Dr. Alfredo Palacios, su maestro, a San Juan. Nadie, ni el niño que yo era entonces, ignoraba los valores de ese ciudadano ilustre, padre de casi todas las leyes sociales argentinas y de una conducta política virtuosa. Por eso miré ese hombre carismático, de enormes bigotes y poncho sobre los hombros con admiración pocas veces experimentada. Alfredo Bravo, uno de sus distinguidos discípulos, fue otro hombre ejemplar. Ya grande, con mucha más historia, descubrimientos y tropiezos encima, me doy cuenta de cosas que aquel niño sólo vislumbraba por invicta intuición: Hombres como éste, que han honrado su vida, son imprescindibles en toda sociedad.
Don Alfredo fue maestro en toda la dimensión del concepto, no sólo por su instrucción de los valores culturales, sino por su actitud obstinadamente inclaudicable en sus principios.
Aseguran quienes estuvieron cerca de él que jamás toleró una agachada ni el más mínimo desliz en la política; fue el censor implacable en todo momento y circunstancia; en él no cabia términos medios (comprendió la verdad como una sola, porque no admite grises); y aunque en la vida política muchas veces son necesarias actitudes flexibles, porque la búsqueda del ansiado bien común tiene un camino dificultoso que no siempre permite opciones tan ortodoxas, una vida inquebrantable, un comportamiento rigurosamente recto es lo mejor que nos puede ocurrir para tener un modelo permanente de lo que corresponde hacer y las vergüenzas que corresponde rechazar. Por eso, la memoria iluminada del maestro Alfredo Bravo ha de seguir ostentando ese catálogo de cosas valiosas y puras que no todos los seres humanos podremos siempre conseguir, pero que -como la conciencia- estarán ahí para revelar caminos, encender claridades, orientar el modo de ser cada vez más dignos.
Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete
