Cuando aquella mañana nos despertamos, corrimos hasta donde dejamos los zapatos y allí estaba: reluciente, invicta y desafiante de aventuras, escapada de nuestro agitado sueño de esa noche del seis de enero. Negra con guardabarros planteados y una calcomanía con su marca: “Argentina”, un sello humilde, lo máximo que permitía el magro y estirado salario de mi padre. No imaginábamos que la bicicleta nos iba a cambiar la vida.
Una cosa era sin ella y otra en su compañía, presagio de aventuras. Y allí no más la montamos. Difícil es transferir la emoción que en un momento así se experimenta; estas cosas deben vivirse. El relato del mejor poeta no lograría llegar a los rincones íntimos del sentimiento personal.
Hoy me parece que con ella transcurrí una vida. Los momentos felices se prolongan en el alma e inundan las vicisitudes no tan felices o las desgracias; quizá el único modo de sobrevivir indemne y agradecido de haber nacido.
No había que ir lejos con la bicicleta. En aquel entonces no se corría tanto el riesgo de que la sustrajeran; el problema era no exponerse a los accidentes. En los primeros meses, lo más lejos fue el Parque de Mayo, a unas pocas cuadras de casa.
Una tardecida de aquellas que se graban a fuego en la memoria, íbamos con Hugo en ella, cruzando lentamente frente al club Inca Huasi y ocurrió lo impensado: la bicicleta sucumbió a una casi imperceptible irregularidad del terreno; su cuadro se quebró totalmente y caímos a la calle de ripio con el corazón perforado por la insospechada emboscada. Al querer levantarla, sus hierros heridos me infirieron una profunda cuchillada en la pierna, que hasta hoy me acompaña con una señal que se obstina en la memoria y me prolonga los días de la adorada compañera de hierro.
Y así, entre caídas y rasguños del tiempo, la noble bicicleta fue perdiendo soles; se fue desgranando como una margarita vieja; llegaron, desde donde a todos nos llegan, cicatrices y arrugas; y, seguramente en un momento que mi mente se esmera en olvidar, sucumbió en un rincón que no me propongo imaginar.
Pero nada pudo impedir que, en aquella infancia, esa noche del seis de enero que fenecía, la bicicleta venida de los sueños se acostara en nuestra cama; compartiera con nosotros la almohada y la fiebre del día mágico que lentamente se acurrucaba en una historia menuda pero pródiga en pasiones; casi al alba saliera con nosotros, acompañados de ángeles; luego hiciera una pirueta en el aire para poder ingresar en los recuerdos futuros, y se sintiera feliz porque estaba segura que iba a hacer dichosos a dos niños.
Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete

