La hermanita del amigo tenía cinco años y padecía de poliomielitis. Entonces, esta enfermedad que gravemente paraliza los miembros, era de sumo riesgo, incurable y de rápida evolución hasta la muerte. El chico no lo sabía. Cuando niños, nos cuesta imaginar escenarios definitivos el mañana es vida por conseguir.
Desde la curiosidad infantil, la había observado algunas veces con su dolencia explícita, flaquísima y frágil en su sillita de ruedas, cuando la sacaban a la vereda o llevaban al médico, y alguna vez tirada en su camita como hoja inerte.
Daba la impresión de que Virginia los ignoraba o los veía de otro modo, no se sabía cual, y su mirada, extraña y distante, los alcanzaba con un velo de infinita tristeza; pero lo que impresionaba era su inmovilidad.
Aquella mañana el niño jugaba en su casa con un amigo, cuando golpearon las manos. La empleada de la casa de la chiquita apresuradamente, les dijo que necesitaban que el hermanito de la niña fuera inmediatamente para allá; ambos chicos escucharon; “porque la nena se está moviendo”.
Sintieron una rara alegría al saber que la nena siempre inmóvil, estuviera recuperando algún impulso.
Atónitos salieron corriendo como locos para verla. Hubo unos minutos de tensa expectación. Quedaron paralizados frente a esa casa de rústicos ladrillos post terremoto, techo de madera a dos aguas, cocina con fogón, pasillo angosto, donde algo que presumían extraño estaba ocurriendo. Desde un fondo gris donde seguramente el corazón había caído a recoger algunas sombras, los atropelló un frente de congojas y pequeñas lagrimitas que no podían explicar.
Volvieron a casa mirando el suelo que los vecinos solían mojar con un tarro de durazno amarrado a un palo de escoba. Se escondieron en sendos rincones sin saber por qué lo hacían, hasta que por el vecindario del barrio aquel de casas enfiladas y humildes, rápidamente corrió la noticia: Virginia había muerto.
Entonces vieron con su mirada de niños casi todo. Sintieron algo así como vergüenza por haber entendido tan mal, o quizá por no haber querido admitir lo que escuchaban; nunca lo supieron; no era fácil a los oídos de niños aún no codeados con la muerte, admitir esa realidad.
Esa mañana, cuando se instaló en el barrio el blanco ritual del velorio de un angelito, y la gente se agolpaba en la acera de esa casa que parecía llorar, para despedir la ternura, a resignar ilusiones, a perder una inocencia, dos niños que se quedaban con el horizonte de sus cortas vidas lloraron como nunca.
Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.

