Este domingo leemos en comunidad el evangelio de San Juan 13, 31 -35: “Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: “Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará. Hijos, me queda poco de estar con ustedes.
Les doy un mandamiento nuevo: que se amen unos a otros; como yo los he amado, amense también unos a otros. En esto conocerán todos que son discípulos míos: si se aman unos a otros”.
Estamos en el evangelio de Juan en la última cena de Jesús. Ese es el marco de este discurso de despedida, testamento de Jesús a los suyos. La última cena del Señor con sus discípulos quedaría grabada en sus mentes y en su corazón. El autor del evangelio de Juan sabe que aquella noche fue especialmente creativa para Jesús, no tanto para los discípulos, que solamente la pudiera recordar y recrear a partir de la resurrección. Juan es el evangelista que más profundamente ha tratado ese momento, a pesar de que no haya descrito la institución de la eucaristía. Ha preferido otros signos y otras palabras, puesto que ya se conocían las palabras eucarísticas por los otros evangelistas. Precisamente las del evangelio de hoy son determinantes. Se sabe que para Juan la hora de la muerte de Jesús es la hora de la glorificación, por eso no están presentes los indicios de tragedia.
La salida de Judas del cenáculo (v.30) desencadena la “glorificación”. Pero no es todo y solo tragedia lo que se va a desencadenar, sino el prodigio del amor consumado con que todo había comenzado (Jn 13,1). Jesús había venido para amar y este amor se hace más intenso frente al poder de este mundo y al poder del mal. En realidad esta no puede ser más que una lectura “glorificada” de la pasión y la entrega por amor de Jesús.
Con la muerte de Jesús aparecerá la gloria de Dios comprometido con su causa. Por otra parte, ya se nos está preparando, como a los discípulos, para el momento de pasar de la Pascua a Pentecostés; del tiempo de Jesús al tiempo de la Iglesia.
Es lógico pensar que en aquella noche en que Jesús sabía lo que podría pasar tenía que preparar a los suyos para cuando no estuviera presente. No los había llamado para una guerra y una conquista militar, ni contra el Imperio de Roma. Los había llamado para la guerra del amor sin medida, del amor consumado. Por eso, la pregunta debe ser: ¿Cómo pueden identificarse en el mundo hostil aquellos que le han seguido y los que le seguirán? Ser cristiano, pues, discípulo de Jesús, es amarse los unos a los otros. Abandonar actitudes de odio, bronca o rencor. Esto enferma. El amor fraterno por el contrario, sana y cura heridas. Como dice el papa León XIV, Jesús “no quiere soldados sino hermanos”. Ese es el catecismo que debemos vivir. Todo lo demás encuentra su razón de ser en esta ley suprema de la comunidad de discípulos. Todo lo que no sea eso es abandonar la comunión con el Señor resucitado y desistir de la verdadera causa del evangelio. ¿Estamos dispuestos a un amor mayor?
Por el Pbro. Dr. José Juan García

