Había dejado de trotar en el parque, y cuando estaba por retirarme, lo tuve ahí cerca, manso, mirándome con alguna tristeza. Hacía poco habíamos perdido inexplicablemente a Fermín, el noble ovejero. Y me pareció que era él, o necesitaba que fuera él. Forzando la realidad, pronuncié ese nombre, pero el animal no se dio por enterado. Me acerqué y noté que era sumiso; le acaricié el pescuezo y noté fácilmente su agradecimiento.

El sereno del lugar me dijo que el perro no tenía dueño, que hace un tiempo vivía allí. y una chica que también venía a correr le daba de comer.

Como esas cosas mágicas, en ese momento llegó la muchacha con unos huesos. Hablamos del perro; entonces me contó que era muy cariñoso, que adoraba a los niños, y me instó a que lo adoptara, que no me arrepentiría. Fue así. La muchacha, agradecida, se apresuró a alzar al robusto animal y colocarlo en mi auto, como si presagiara algún arrepentimiento.

Así comenzó nuestra historia con Willy, ése era su nombre en el territorio de la calle.

Los animales hoy forman parte de nuestra vida. Desde su sitial humilde y casi silencioso acompañan nuestros disfrutes y dolores, comprenden nuestro humor y nuestras soledades; con ellos recorremos momentos muy importantes en la vida, y con ellos morimos un poco con su alejamiento.

Willy era un perro singular. Criado prácticamente en la calle, rápidamente nos mostró su agradecimiento por cobijarlo en nuestra casa. Se desesperaba por los niños. Resultaba imposible detenerlo cuando ellos salían. En una oportunidad ascendió súbitamente al ómnibus con ellos y se instaló en el fondo del vehículo, a pesar del esfuerzo por evitarlo, y otra siguió desde atrás, hasta el centro, el colectivo donde iban los niños.

Y así como llegó y cuando ya era uno de nosotros, desapreció como tragado por el misterio. El legendario personaje con rasgos comunes al callejero de Alberto Cortez, una noche de invierno salió a buscar los trofeos de su antigua calle, donde fue libre y patrón, y no volvió.

Varias conjeturas ensayamos. Aún me asalta por ahí una sospecha que me desasosiega el alma. Descarto que Willy nos hubiera abandonado, luego de tanto tiempo tan apegado a nosotros. Muchas noches lo sentí ladrar y salí, por más frío que hiciera, pero nada. La noche helada solía manipular sueltos ladridos de perros insomnes, que, como hilachas de agua se escurren en resumideros de sombra y misterio. La noche es un territorio insondable que lanza gestos y silencio para nuestra perplejidad. Willy debe andar por ahí, en ese paño morado de bultos esquivos y soledad, buscando niños que satisfagan su almita noble, hasta que por fin caiga exhausto en su pequeño cielo, a jugar el último partido, el de la humilde eternidad de un animal.

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete