Quien evoca a Hiroshima no puede desalojar una profunda sensación de inquietud: ¿pudo realmente haber sucedido? Auschwitz y Birkenau -la cadena de montaje del Holocausto- han permanecido inmóviles, como si el último torturador se hubiera marchado. Y el impacto emocional en los visitantes es el efecto de esta persistencia de lugares. Pero no Hiroshima: es una metrópolis de más de un millón de habitantes, necesariamente ultramoderna, frenética y ordenada como todas las ciudades japonesas, una extensión de Occidente al otro lado del mundo. En ese nombre, que suena tan siniestro como el campo de concentración nazi, se encuentra la explicación de lo que puede suceder si soltamos las riendas de la guerra creyendo que podemos dominarla.
El pasado 6 de agosto se conmemoraron los 80 años de la caída de un avión americano de la Bomba Atómica sobre Hiroshima. Tres días más tarde, cayó la segunda bomba, sobre Nagasaki. Esta devastación selló el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Pero Hiroshima no se queda en el pasado; vive de cara al futuro, lejos de detenerse para recordar. Y es precisamente aquí donde se siente cierta evolución: no un lugar congelado en las páginas de la historia, como una lápida conmemorativa, sino la ciudad entera renaciendo de las cenizas de sus hogares y 140.000 muertos, un santuario a la memoria y una advertencia para el presente.
“A pesar del paso de los años, estos trágicos acontecimientos sirven de advertencia universal contra la devastación causada por las guerras, y en particular por las armas nucleares. Espero que en el mundo actual, marcado por fuertes tensiones y conflictos sangrientos, la seguridad ilusoria basada en la amenaza de la destrucción mutua de paso a los instrumentos de la justicia, la práctica del diálogo y la confianza en la fraternidad”, concluyó el papa León XIV en su Audiencia del pasado miércoles 6.
Quizá esté de más recordar que la bomba aniquiló casi toda forma de vida en cuestión de segundos, aplastando a niños, familias, ancianos, todos incinerados por los efectos inconmensurables de un solo acto de guerra concebido como definitivo, y paradójicamente, garantía de la paz.
Pero entrelazado en los rostros de esta ciudad japonesa como tantas otras, se encuentra el recuerdo del abismo que se abrió aquí mismo, donde hoy todo está en movimiento y todo apunta a algo más, invisible pero presente, que nos insta a no detenernos nunca en lo que parece. Desde el subsuelo de la historia, renació la historia. Por designio y ayuda de la Providencia. Como renació Roma después de los Bárbaros, en la pluma de San Agustín.
Hiroshima, con su propia vida renacida del polvo atómico, evoca el telón que hoy parecemos tentados a reabrir sobre la guerra interminable y sin límites, llevada hasta su extremo, que en última instancia es también su verdadero objetivo: borrarlo todo, establecer en un único y decisivo momento quién pierde y quién gana, decretar la humillación absoluta de los derrotados hasta su desaparición.
¿Estamos seguros de que eso ya no es posible hoy?.
Entre las víctimas se encontraban la mayor comunidad cristiana de Japón, los supervivientes de siglos de persecución, los discípulos de Jesús que impulsaron al joven doctor Takashi Paolo Nagai a convertirse, convirtiéndolo en testigo de un cristianismo manso y firme, cuyos extraordinarios libros narran hoy su camino de vida, inclusive la bomba. Explotó justo en la catedral católica. Señal -intuyó Nagai- de un martirio extremo por la paz.
Por el Pbro. Dr. José Juan García

