La pobre mujer cruza la peatonal como puede. Su renguera le tira para atrás el tranquito doloroso. Otro duro día más vendiendo estampitas y pidiendo colaboración. Con gesto gris, una mirada pura tristeza, se sienta un rato en el borde de un cantero y luego sigue su camino hacia la zona de los Tribunales. Es ésta su vida, desde que se le muriera su hijo de diecinueve años debido a un enfermedad terminal; esas tragedias de la pobreza, que parece que algunas veces se ensaña. Nadie sabe su nombre. Su rol de invisible es extremo.
Un día hace mucho, me paró en la calle para regalarme palabras hermosas por la muerte de Hugo; me dio su consuelo, ella que se nota tanto ha padecido.
Ha hecho de la peatonal su segunda casa -si es que tiene otra-.. y allí se rodea de murmullos y pájaros, gente extraña y manos cordiales; las estampitas le florecen a Dios en los dedos, para poder continuar.
Creo que la conozco desde hace muchos años, pero no sé bien de donde, creo que desde antes que llegara a establecer su reino en la calle.
Ayer me crucé con un amigo que la conoce, con el que brevemente nos pusimos a comentar las imágenes que ofrece la calle a través de sus personajes. Este amigo me contó que hace unos días, una señora que también habita la calle, lo había llamado para contarle que nuestra protagonista había muerto sorpresivamente de una pulmonía.
Todo se me enmudeció esa mañana. Pareció que la peatonal había abolido los pájaros y la gente ni murmuraba; que todos los diarios de los kioscos hablaban de una sola muerte, como corresponde con un personaje que ha servido al amor y lo ha hecho desde la tragedia.
Algo le falta a la calle. Una vez más, las hojas caen para siempre. Los tañidos del campanario de la catedral se vuelan para siempre. Los rastros de la gente menesterosa se evaporan para siempre. El Zonda ha de atravesar en cruz la Plaza Veinticinco. El “Grillo” Malbrán toca a duelo una guitarra de adiós en una esquina donde ha organizado una pérgola de tonadas. La sombra ilustre del Gauchito de la Peatonal se abraza al sentimiento de una banderita argentina que no se le cae de la vida. “El Bandeja”, con sus piernitas breves colgando de su sillín azul, me saluda con el cordial: “adiós Raulito”, y se vuelve mansamente a su morada celeste.
Una mujer pobre, una pobre mujer, camina lenta por un desfiladero de penas de esta Ciudad hoy sin amor. Sin una sombra a quien la tarde llora renga de ausencias, la abraza, la mima, y -quizá tardíamente- le susurra al oído que no ha de ser olvidada.
Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.

