A los viejos se los llama ahora “adultos mayores”. Una forma elegante de ocultar lo que somos o seremos todos: viejos. Esa palabra que incomoda, que parece llevar implícita la idea de desgaste, de final, de sobra. Pero decirlo sin rodeos es el primer acto de dignidad. Porque lo que molesta no es la palabra: es cómo tratamos a quienes la encarnan.
Vivimos en un país donde los viejos sostienen las urnas. Cuando los jóvenes dudan, se ausentan o viajan, son ellos los que caminan hasta la escuela, boleta en mano, convencidos de que votar todavía importa. Y sin embargo, fuera del cuarto oscuro, se los relega. No hay un programa que los abarque a todos, que piense en su vida cotidiana con seriedad. Se los aísla con pensiones mínimas, se los discrimina en el sistema de salud, se los convierte en una molestia burocrática.
Las plataformas digitales son la nueva frontera de esa exclusión. Trámites imposibles de descifrar, pantallas que exigen habilidades que nunca se enseñaron, contraseñas que se bloquean, códigos que llegan a teléfonos que no existen. Y cuando el viejo, cansado, va a una oficina a pedir ayuda, le dicen que “todo está en la página web”. Esa página que para él es un muro. Y ese muro se levanta una y otra vez, separándolo de sus derechos.
El problema no es la tecnología, sino la falta de empatía. Nadie discute que el mundo avance, pero ¿qué pasa con los que quedan atrás? En lugar de puentes, construimos laberintos. En vez de enseñar, cerramos puertas. Y así, los viejos se vuelven invisibles.
La ironía es cruel: mientras los discursos políticos los mencionan con palabras de homenaje, en la práctica se los margina. Pero son ellos quienes guardan la memoria de un país, los que trabajaron, criaron, construyeron barrios enteros, los que levantaron escuelas y sembraron campos. Son ellos los que todavía nos sostienen con su voto y con su ejemplo de resistencia.
No es casual que los viejos estén cansados de reclamar. Les prometemos respeto y les damos formularios. Les hablamos de inclusión y les pedimos que descarguen aplicaciones. Les hablamos de futuro mientras les quitamos presente.
¿Y qué futuro nos espera a nosotros? El espejo es claro: el desprecio que hoy se ejerce contra los viejos será el que mañana recibamos. Cada clic que hoy les negamos será la puerta cerrada que nos tocará golpear.
La política debería empezar por reconocer esta paradoja. No se trata de asistencialismo, sino de dignidad. De crear programas que abracen a todos los viejos, no solo a los que encajan en tal o cual categoría. De pensar un país que no expulse a quienes ya dieron todo, que no les exija a los de 80 años aprender a sobrevivir en un lenguaje que no es el suyo.
El viejo no necesita lástima. Necesita un lugar. Necesita reconocimiento, no paternalismo. Necesita saber que el país que ayudó a levantar no lo abandona.
Al final, la pregunta es simple y brutal: ¿cómo se mide una sociedad? No por el brillo de sus tecnologías, ni por los discursos de sus líderes, ni por las modas pasajeras. Una sociedad se mide por cómo trata a sus viejos.
Todavía hay tiempo de cambiar. De hablar de ellos sin rodeos, de llamarlos por su nombre y devolverles lo que nos dieron: respeto, dignidad y pertenencia.
Por Miriam Fonseca
Escritora-Historiadora

