Como ráfagas sombrías, como aletazos de cuervos, poco a poco vamos perdiendo nuestra identidad y nada hacemos (¡tan simple que es conservarla!) ¡Chau, carnaval! En un pañuelito de nostalgias, pensando en los viejos corsos de las inmediaciones de la plaza Veinticinco, cierro este cielo apretujado con algunas lágrimas y te pido que no me olvides.

Hasta mi casa cercana ya llega el bullicio que se eleva en la noche de febrero y apuramos el paso. Los primeros estallidos, como tambores de duendes. golpean la noche mojada. La magia del corso se ha cargado las emociones. San Juan se abraza a una de sus más queridas fiestas.

Parece que somos mensajeros eternos de nuestros destructivos terremotos, porque no dejamos en pie nada importante, nada que nos contenga en nuestras mejores historias, como pasó con la destrucción del viejo estadio del Parque.

Sin embargo, siempre hay gente que no abandona el barco sin razón poderosa. y se enlaza como enredadera a las emociones.

Paralela a calle Pedro de Valdivia, bastión de guapos y romances de barrio, está la calle América.

A la altura del Barrio Santa Teresita, a sus espaldas, en aquellos carnavales que se iban extinguiendo en la muerte del gran corso capitalino, una enorme familia de gente muy humilde formó una murga a la que agregó otros humildes del barrio. Las noches previas al corso ensayaban en la calle América. Al frente. como un abanderado autoritario y rústico, el jefe de la familia base, un hombre que -según las malas lenguas- regenteaba chicas.

Nosotros enfilábamos nuestra fascinación en las aceras de tierra. Mientras en los ensayos, a los que concurrían algunas máscaras, el grupo de unas cincuenta personas paseaba su orgullo por la ancha calle de aquel barrio de Trinidad y el jefe se despachaba con algún insulto soez a su suegra, una rellenita señora que venía muy rezagada porque tenía notorias várices y una incipiente renguera. “Apurate, vieja…”, retumbaba como obsceno latigazo en la noche de la calle poco iluminada y cargada de chicos.

Luego improvisaban un anticipado festejo y se mandaban con un baile casero a lo pobre. que no dejaba dormir a nadie. Pero el jefe así lo había dispuesto, y los fantasmas del vino lo empujaban irremediablemente a los atropellos del no me importa. Hasta que -cuentan- una de esas noches de farra, un vecino cargó desde su fondo unos kilos de papas. y en la complicidad de las sombras les bombardeó el tocadiscos, hasta que dio en el blanco, les cortó la música y la luz, y se fue a la cama.

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete