“Era el señor Obispo un hombre de elevada estatura, delgado de cuerpo, de aspecto elegante, de fáciles maneras, de cultura nativa, sin afectación y artificios, como correspondía a un hijo de noble casa…”. Este párrafo pertenece a la descripción que hace el historiador Ángel Rojas sobre Fray Justo Santa María de Oro, uno de nuestros hombres astros -como lo llama el Dr. Horacio Videla- .

La vida de este singular hombre, cuyo accionar aún no ha sido valorado en su justa dimensión, estuvo entregada a dos grandes amores: el amor hacia su Iglesia y hacia su patria. Así vemos que cuando se inició la emancipación, inmediatamente se puso a su servicio. Los sucesos de mayo lo sorprendieron en España, en época de las luchas contra Napoleón. Enterado de estos acontecimientos, como otras figuras del clero americano, abrazó la novel causa y regresó rápidamente a Buenos Aires, para luego atravesar la cordillera y dirigirse a Chile. Desde entonces el Obispo de Oro se convirtió en una de las figuras más representativas de la revolución rioplatense. Llegado a Chile acompañó a aquel levantamiento, afligiéndose hondamente por las luchas internas que soportaba, estimuladas por Juan Miguel Carrera, hasta que finalmente por las circunstancias adversas que tuvo que atravesar aquella insurrección, como fue el desastre de Rancagua y el consiguiente triunfo realista, nuevamente franqueó los Andes, llegando a su patria chica a fines de 1814.

San Juan en esos años se encontraba sacudida por las reformas políticas implementadas por el Gran Capitán. Después de que el Dr. Ignacio de la Roza fuera nombrado Gobernador Intendente, Fray Justo se adhirió a su proyecto y consecuentemente a la empresa sanmartiniana. El Convento de Santo Domingo, inspirado por este sacerdote, contribuyó generosamente con sus rentas para solventar los gastos de aquel ejército que urgentemente tenía que entrar en acción, además él lo asistió con su propio peculio. Luego de que partiera la columna dirigida por el comandante Cabot, continuó con sus quehaceres en pos de la gran causa, simultáneamente desarrollaba una perdurable tarea pastoral. A fines de 1815 se empezaron a nombrar a los diputados que debían asistir al Congreso Nacional que se reuniría en Tucumán. Fue su indudable talento, su preparación intelectual y su hondo sentido patrio el que lo llevó a representarnos, junto al Dr. Francisco Narciso de Laprida.

El sacerdote dominico partió primero a Mendoza, allí habló con San Martín, para luego seguir viaje al norte, acompañado por el Dr. Tomás Godoy Cruz. Luego de declararse la independencia, sobrevino una apasionante discusión, en la sesión del 15 de julio, acerca de la forma de gobierno que se adoptaría. Fue entonces cuando Fray Justo Santa María de Oro habló con ímpetu y hasta obstinadamente, diciendo: “para poder determinar la forma de gobierno, era preciso consultar previamente al pueblo…”. A la par él espíritu religioso estuvo presente: por su iniciativa se encumbró a Santa Rosa de Lima como “patrona de América y protectora de la independencia sudamericana”.

Por Prof. Edmundo Jorge Delgado
Magister en Historia