En artículos anteriores, señalamos que educar la sexualidad y la afectividad de los hijos es enseñar a amar para saber amar. Y amar es también saber escuchar al otro para poder dialogar y comunicarse. Amar a una persona es establecer comunicación con ella. Si las personas no se prestan atención, se debe a que no están interesadas, porque no se aman.
Es necesario escuchar para entender. Escuchar no sólo las palabras sino el tono, los gestos, los miedos, los deseos, las preocupaciones, las dudas, los silencios. Por eso, escuchar es un acto de amor, es entrega, valoración del otro, estar a su disposición, tener empatía y consideración, es crítica sincera y honesta, es encontrar alternativas positivas para todos. Debemos condenar el error, pero nunca a la persona que se equivoca. Si corregimos a alguien, debemos corregirlo con amor, de modo que el otro sienta que le corregimos porque lo queremos.
Lamentablemente, en nuestro mundo tan lleno de aparatos de comunicación, no tenemos tiempo para escuchar en profundidad al otro, y cada vez más personas, a pesar de la explosión de los celulares, los chateos, blogs y correos electrónicos, se sienten solas.
Antonio Pérez Esclarín nos ilustra con esta historia: “En la casa del matrimonio Rodríguez, él y ella están viendo televisión, sin cruzarse, jamás una palabra, hasta el día en que se cortó la luz. Entonces, él la miró al rostro y le dijo: “¿Cómo está usted? Creo que no nos conocemos, mi apellido es Rodríguez. ¿Cuál es el suyo?” Y ella le dijo: “Yo soy la señora de Rodríguez…¿Será que usted y yo somos…?” De pronto regresó la luz, volvió a funcionar la televisión y ellos no continuaron averiguándolo” (“Nuevas Parábolas para educar Valores”).
Esto mismo sucede con los teléfonos. Cuantas veces contemplamos a las parejas, los matrimonios, las familias, sentadas a la mesa, cada uno con la mirada fija en su celular, todos en silencio, sin comunicarse ni mirarse a la cara. De ahí la necesidad de no permitir que el televisor, el teléfono, etc., acapare los tiempos de escucha, de diálogo, de comunicación en la familia, y volver a conversar, a interesarnos por lo que el otro hizo, por lo que siente, por lo que le gusta o le disgusta.
Amar es brindar la oportunidad de ser escuchado con profunda atención, interés y respeto; aceptar la experiencia del otro sin pretender modificarla, sino comprenderla; ofrecerle un espacio en el que pueda descubrirse sin miedo a ser calificado, en el que sienta la confianza de abrirse sin ser forzado a revelar aquello que considera privado; es permitirle descubrir su verdad interior por sí mismo, a su manera; apreciarlo sin condiciones, sin juzgarlo ni reprobarlo (Antonio Pérez Esclarín, “Educar es enseñar a amar”).
Tenemos sólo una lengua y dos orejas, lo que implica que debemos escuchar el doble de lo que hablamos. Lo esencial en un verdadero diálogo no es tanto lo que se dice, sino el modo en que se escucha. Algunos supuestos diálogos son solo monólogos yuxtapuestos o meros “diálogos de sordos”, porque se habla y habla, pero nadie escucha al otro.
Por Ricardo Sánchez Recio
Lic. en Bioquímica. Profesor de Química.
Orientador familiar

