FOTOS DANIEL ARIAS
Entre esas inquietudes que por ahí aparecen, surgió el por qué Julio Bocca eligió para el primer viaje (y único de este año, según se informó) del Ballet del Teatro Colón -que actualmente dirige- la obra Carmen, que anoche estrenó en el Teatro del Bicentenario (donde se verá hasta el domingo). Pero entonces sería más atinado plantear por qué la fichó como su debut al frente de la prestigiosa compañía que está celebrando su centenario, marco en el cual arribó a la provincia. Sin acceso a una respuesta oficial, de momento, y a juzgar por lo que se vio, se puede suponer que tiene que ver con un título histórico del ballet, muy popular, que difícilmente alguien de los que compró entradas para las tres funciones (agotadas) desconozca. Ni hablar de la música de Georges Bizet (¿quién no ha tarareado alguna vez los acordes de La Habanera, por ejemplo?), con ese toque español tan familiar y entrañable para los argentinos, que marca el pulso de la historia. Y, justamente, lo que narra y cómo lo hace, también es otro gran punto a favor: Un drama de aquellos pero muy sencillo de leer, donde desfilan pasiones tan extremas como humanas, en una verdadera danza de obsesión, celos y muerte (que no pocos asocian a hechos reales). Si a todo eso se suma un gran despliegue escénico -60 bailarines a la altura del desafío- y un atractivo colorido que juega tan bien como elemento de contraste hasta que todo se tiñe de rojo, pues la respuesta está prácticamente dada, para ambos casos. Pero habría una razón más y nada menor: la versión que eligió el director, la de Marcia Haydée. Se trata de una aclamada coreógrafa brasilera que la estrenó en 2004 para para el Ballet de Santiago (Chile) y que es distintiva, no solo porque ella fue una Carmen (muy distinta, lo ha declarado, pero Carmen al fin), sino porque, apoyada en la sonoridad de Bizet, la aborda con mirada de mujer; y aunque pueda parecer intrascendente, de seguro no lo es. Ahí está entonces una gitana que nada tiene de chica bonita, sexy y algo ingenua, sino una mujer de fuerte temperamento, con una sensualidad casi salvaje, indómita y aceitada ante cualquier juicio moral. Y lo deja bien claro apenas empieza la obra, cuando -con su admirado/odiado/envidiado desparpajo (siempre sensual, claro)- se enfrenta a la rigurosa dueña de la fábrica de cigarros de Sevilla, donde trabaja junto a otras chicas, hasta dejarla herida en el suelo. Ni hablar después. Cabello suelto (ella y todas) e incluso voz, toda una declaración de intenciones de parte de Haydée.
Esa Carmen cero almidonada es la que marca un poco, bastante o todo el histrionismo que la coreógrafa acentúa en este clásico, una demanda muy marcada para los intérpretes, sin descuidar esa técnica que los balletómanos también quieren y aman ver en escena… más aún si se trata de una compañía como la del Colón, con la jerarquía que ese nombre entraña. Pues la coreógrafa no lo olvida y, aunque vaya más allá, los mimará con giros, grandes saltos, baterías y demás.
Cuerpo de baile, grupos, pasos de a dos, solos; densidad y ligereza, recogimiento y explosión… Envuelta en una escenografía despojada y muy simbólica, que junto a la iluminación acompañan y definen los distintos climas, Carmen ofrece magnéticos momentos para todos los gustos, que el equipo lleva a muy buen puerto, aunque no sin algunos altibajos. En ese sentido, hay evidente destaque del trío estelar que conforman Carmen, Don José y Escamillo. Se inscriben ahí, por ejemplo, los dúos del uniformado con su prometida Micaela (la antítesis de la protagonista), la consumación del amor del militar y la gitana; y la altanería del torero (al que no le hace falta capa ni banderillas para creerle). Obviamente, las irreverentes acometidas de Carmen y la evolución del personaje de Don José, desde el aplomo marcial al desgarrado tormento. Del otro lado, algunos giros o bajadas imprecisos y cierto juego en los corales más técnicos -siempre complejos-, sobre todo de los varones. Pero en definitiva, un cuento muy bien contado por la troupe, que atrapa y arrastra al espectador en una espiral ascendente. Y, hay que decirlo, con el plus indudable que implica tener a la cabeza a Julio Bocca, quien supo hacer de su nombre una garantía de calidad.
La indómita gitana en la escena de la fábrica de cigarros, donde -de entrada- expone su sensualidad y fuerte temperamento.

