El anuncio del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, de reanudar las pruebas nucleares luego de más de tres décadas marca un giro preocupante en la política internacional. En un gesto que parece más simbólico que estratégico, el mandatario justificó su decisión aludiendo a las maniobras atómicas de Rusia y al supuesto desequilibrio que eso genera. Sin embargo, su resolución pone fin a un congelamiento histórico que, desde 1992, había mantenido a las grandes potencias lejos del terreno más peligroso de todos, el de la guerra nuclear.
La medida llega en un momento particularmente delicado. A pocos días del encuentro concretado con el líder chino Xi Jinping en Corea del Sur, el anuncio de Trump reaviva las tensiones globales y plantea interrogantes sobre el futuro de los tratados internacionales contra las armas de destrucción masiva. Pese a que el propio mandatario asegura preferir avanzar hacia la desnuclearización junto a Rusia y China, sus actos van en la dirección contraria.
Expertos de todo el mundo advierten que esta decisión podría detonar una nueva carrera armamentista, similar a la que caracterizó la Guerra Fría. En nombre de la ’seguridad nacional‘, los gobiernos podrían volver a justificar inversiones millonarias en armamento capaz de destruir el planeta varias veces. El costo no solo sería económico, sino también ético y ambiental. Las pruebas nucleares dejan heridas profundas en la Tierra y en la conciencia de la humanidad.
El fantasma de la guerra nuclear, que muchos creían exorcizado, vuelve a rondar. Sus sombras remiten a las tragedias de Hiroshima y Nagasaki en 1945, donde dos bombas estadounidenses acabaron con 246.000 vidas, y también a los desastres civiles de Chernóbil (1986) y Fukushima (2011), ejemplos del riesgo latente que encierra la energía atómica.
El mundo ha aprendido, a fuerza de dolor, que no hay victoria posible en un conflicto nuclear. La reanudación de las pruebas no representa fortaleza, sino retroceso. Cada ensayo que se realice en nombre del poder es un paso atrás en el camino hacia la paz y un recordatorio de la fragilidad humana ante su propia creación. Si la diplomacia no logra imponerse a la lógica del miedo, el siglo XXI podría revivir los peores capítulos del XX.
