En las últimas décadas, América Latina se ha convertido en un laboratorio político donde la democracia convive con una sombra persistente: la de mandatarios que terminan sus gestiones enfrentando tribunales, sanciones o inhabilitaciones. El fenómeno no distingue ideologías ni fronteras; alcanza a presidentes de derecha, de izquierda y de centro.

Basta con repasar algunos casos. En Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva fue condenado y encarcelado, aunque más tarde las causas fueron anuladas por irregularidades procesales. En este mismo país el expresidente Jair Bolsonaro acaba de ser condenado a 27 años de prisión al ser declarado culpable por intentar un golpe de Estado, aunque la sentencia todavía no está firme. En Perú, prácticamente todos sus últimos expresidentes -desde Alberto Fujimori hasta Pedro Castillo- han sido procesados o condenados por corrupción, abuso de poder o intentos de ruptura institucional. En nuestro país, Cristina Fernández de Kirchner fue condenada en una causa por administración fraudulenta y Alberto Fernández terminó su mandato con dos serias imputaciones. En Ecuador, Rafael Correa recibió sentencia por cohecho en ausencia. En El Salvador, el actual mandatario Nayib Bukele ha sido cuestionado por organismos internacionales por prácticas autoritarias y violaciones a derechos, mientras que en Guatemala, expresidentes como Otto Pérez Molina purgan condenas por corrupción.

El denominador común es preocupante: quienes llegan al poder enarbolando promesas de cambio muchas veces terminan atrapados en las mismas redes de corrupción, arbitrariedad y ambiciones desmedidas que decían combatir. Se genera así una dinámica que erosiona la confianza ciudadana en las instituciones democráticas y fortalece discursos populistas que, paradójicamente, ofrecen “limpieza” desde la concentración de poder.

No obstante, el hecho de que los exmandatarios sean procesados también puede leerse en clave positiva: implica que la justicia, aunque tardía, actúa.

Latinoamérica necesita romper este círculo vicioso. Para ello no alcanza con castigar a expresidentes después de sus gestiones: se requieren controles más firmes durante los mandatos, sistemas de transparencia efectivos y una ciudadanía activa que no se conforme con votar cada cuatro años. La democracia se fortalece no solo en las urnas, sino en el seguimiento permanente de quienes ejercen el poder.

La región parece condenada a ver desfilar mandatarios de palacio a tribunales. Pero esa condena no es inexorable: es una señal de alerta para que las sociedades latinoamericanas exijan gobiernos más transparentes y justicias más sólidas. Solo así, algún día, dejará de ser noticia que otro presidente latinoamericano termine sus días frente a un juez en lugar de ante la historia con la frente en alto.