En esta casa del Barrio Cipolletti, en Chimbas, todo parece en calma. La tele encendida a bajo volumen, la cuna al lado de la silla de ruedas y la silueta de un hombre que, a decir de sus palabras, no revela la magnitud de lo que vivió.
Mario Pedro Trigo tiene 48 años y lleva casi dieciocho reconstruyendo su vida después de haber caído al vacío desde el quinto piso del Centro Cívico, una tarde de invierno que cambió su historia para siempre. Es cierto, todavía carga en el cuerpo los estragos inevitables de un desplome de treinta metros. Pero, contra todo pronóstico, quedó con vida. Por eso, desde aquel 22 de agosto de 2007, celebra cada día como una nueva oportunidad de vivir.
“Ese día volvía al trabajo después de estar 45 días de licencia. Me había quebrado un dedo en la misma obra, cuando me resbalé en un camión. No me imaginaba que me iba a pasar algo peor”, cuenta quien en ese momento cumplía el rol de ayudante de albañil.
Es la primera vez que habla públicamente del accidente y su voz pausada le tiembla, dejando lágrimas en varias partes del relato.
El gigante público tenía lista la primera parte pero la segunda seguía en construcción y allí estaba él, contratado por el Grupo Petersen. A las 15.45 de ese miércoles, el joven obrero se encontraba en la plataforma de un montacargas, a 30 metros de altura, en el quinto piso, cuando apoyó su cuerpo sobre una de las barandas, sin saber que no tenía el seguro puesto. “En el momento de la caída se me nubló la mente. Caí de costado, como cuando uno se acuesta, con los brazos cruzados”, dice. La víctima impactó contra el propio montacargas y quedó tendido. Milagrosamente, seguía consciente: “Recuerdo que un compañero se me acercó y me dijo: ‘Trigo, ¿todo bien?’. Le hice el gesto de OK con el dedo gordo. Después ya no supe más nada”. En la ambulancia lo sedaron por completo y recién volvió a despertar mucho después, en la Terapia Intensiva del Sanatorio Mayo.
En ese momento, Mario tenía 30 años. Ya estaba casado y tenía dos hijos: Gabriel y Tamara, de 7 y 5 años. Vivían en otra casa, también en Chimbas.
Las consecuencias fueron devastadoras. Las dos piernas se le partieron como “cuando uno quiebra un palo”, describe. Fracturas expuestas, traumatismos múltiples, lesiones internas y una espalda que terminó intervenida cinco veces. “A mi señora le dijeron que me tenían que amputar las dos piernas o me moría. Pero fui mejorando y no me las cortaron. Fue un milagro”, dice. No fue el único.
En total, estuvo dos años internado. Alternó entre Terapia Intensiva, Intermedia y salas comunes. Su familia vivió un infierno. Su esposa -la misma de hoy- pasó noches enteras en la sala de espera. Sus hijos crecieron entre médicos, incertidumbre y psicólogos. “Todo el tiempo estaba entre la vida y la muerte. Un día mejoraba, al otro empeoraba. Era como estar en una cuerda floja en todo momento”, cuenta. Y pide disculpas porque se le corta la voz.
El sobreviviente tuvo escaras en varias partes del cuerpo que también requirieron operaciones. En la cabeza le quedó un hundimiento visible. Y aunque resistió cada cirugía, su columna quedó con una desviación y un sobrehueso que le impiden estar erguido.
Desde que recibió el alta, su vida cambió por completo. Mario no volvió a caminar. Se moviliza en silla de ruedas, pero es independiente. Su casa actual -en el Cipolletti- está adaptada para él. “No tengo rencor con el Centro Cívico. No lo veo como un lugar maldito. Fue un accidente”, aclara. Años después volvió al edificio. “Pero no pude llegar al quinto piso”, admite.
Hace tres meses vivió otro episodio límite: le amputaron la pierna derecha a raíz de una infección causada por los clavos que aún tenía desde el accidente. “Perdí muchísima sangre y tuve un paro cardiorrespiratorio. El chico de la ambulancia me hizo RCP y me salvó. Cuando desperté, ya me habían cortado la pierna. Pero estaba vivo. Otra vez”.
Al hombre lo sostiene su familia. Sus hijos mayores ya hicieron su camino y ambos le dieron nietos. Pero hace apenas seis meses la vida le hizo un regalo inesperado: nació Rebecca. Después de más de 20 años, volvió a ser papá. “Es lo que me da fuerzas para seguir”, dice emocionado, mientras la nena duerme en el cochecito junto a su silla.
Y reflexiona: “La vida no me debe nada. Al contrario. Yo estoy agradecido. Porque puedo hablar, puedo ver, puedo escuchar, puedo abrazar a mi hija. No tengo todo, pero tengo lo más importante”.
Su esposa lo acompaña en todo. Ella hace tejidos para vender y sumar unos pesos. Juntos hacen pochoclos que también ofrecen en el barrio. Él cobra una pensión, y entre los dos, construyen una rutina tranquila. “Veo tele, paso tiempo con la bebé, a veces vamos a la casa de mi suegro o de mi hermano. No necesito más”.
Mario habla sin drama, sin odio, sin reproches. Pero hay algo que sí le pesa: “Lo que más me duele es no haber pasado más tiempo con Gabriel y Tamara cuando eran chicos, antes del accidente. Me la pasaba trabajando. Pensaba que era lo correcto, pero ahora entiendo que hay cosas que no vuelven. El tiempo con los hijos no se recupera”.
A un año de haber perdido a su madre, víctima de cáncer, y después de su extrema experiencia, Mario dice que aprendió a valorar hasta lo más simple. “A veces me quejaba por cosas chiquitas. Ahora agradezco todo. Las pequeñas cosas, el mate con mi señora, ver reír a la nena. Todo eso antes no lo veía”.
Hoy, cada vez que sale y lo interrogan por su silla de ruedas, los curiosos no lo pueden creer. “Me dicen: ‘¿En serio estás vivo? ¿Vos hablás?'”. Mario sonríe. Dice que celebra dos cumpleaños: el 27 de abril, cuando nació, y el 22 de agosto, cuando volvió a vivir. Y antes de terminar, deja un mensaje: “Uno puede tener diez mil problemas, pero si tiene fe, si tiene a su familia, hay que darle para adelante. Nunca hay que bajar los brazos. La vida es muy linda, es una oportunidad única. Y hay que aprovecharla”.