Las recientes denuncias sobre presuntas coimas en distintos niveles del Gobierno vuelven a poner sobre la mesa un problema crónico de la política argentina: la corrupción como práctica enquistada en la gestión de los recursos públicos. No se trata de un escándalo aislado ni de un hecho excepcional. La sospecha de que obras, licitaciones o autorizaciones se destraban a cambio de sobornos es tan antigua como la propia dinámica de la relación entre el Estado y el sector privado. Sin embargo, que sea ‘habitual” no significa que sea aceptable ni tolerable.
La primera reacción ciudadana es, naturalmente, la indignación. La segunda, lamentablemente, suele ser el escepticismo: la idea de que nada va a cambiar, de que siempre fue así y de que todo gobierno, más tarde o más temprano, termina envuelto en acusaciones similares. Este círculo vicioso erosiona la confianza en la democracia, desalienta inversiones y posterga la posibilidad de un desarrollo sostenido. Si cada peso invertido en infraestructura está sospechado de engordar bolsillos privados, el costo social se multiplica: se pierden recursos y se pierde legitimidad.
¿Qué hacer, entonces? En primer lugar, asumir que no basta con la condena moral. La solución requiere una combinación de herramientas institucionales y políticas concretas. Una vía ineludible es la transparencia absoluta en los procesos de contratación pública. Hoy, buena parte de la información sobre licitaciones, adjudicaciones y costos se encuentra dispersa o en formatos poco accesibles. La creación de un portal unificado, con datos en tiempo real y de libre acceso para la ciudadanía, permitiría ejercer un control social mucho más efectivo.
En segundo término, la protección a denunciantes y testigos es clave. Si empresarios, funcionarios o empleados saben que pueden denunciar sin temor a represalias, el cerco de la impunidad se rompe. Experiencias internacionales muestran que los sistemas con garantías legales y canales seguros, reducen sustancialmente la corrupción en la administración pública.
El tercer punto es la responsabilidad política de los gobernadores y dirigentes provinciales. No alcanza con mirar hacia otro lado ni con declaraciones ambiguas. Son ellos quienes, en muchos casos, administran los fondos transferidos por la Nación y quienes conviven con las empresas constructoras. Un compromiso explícito de auditorías independientes en cada jurisdicción sería una señal potente de voluntad de cambio.
Finalmente, la Justicia debe actuar con celeridad y sin selectividad. Las causas por corrupción suelen dilatarse hasta la prescripción, alimentando la sensación de impunidad. Plazos procesales más cortos y tribunales especializados podrían ser parte de la respuesta.
La corrupción no es un destino inevitable, es una práctica que se sostiene mientras se la tolere. El escándalo actual puede convertirse en una oportunidad: la de abandonar la resignación y apostar a un Estado transparente, donde el dinero público no sea un botín, sino un instrumento de desarrollo.
