El caos que se vivió esta semana en Río de Janeiro, tras una operación policial sin precedentes, dejó una estela de muerte, confusión y desconfianza. Más de cien personas perdieron la vida en enfrentamientos entre fuerzas de seguridad y bandas narco, en una acción que involucró a 2.500 policías y se desplegó en una zona dominada por 26 comunidades de favelas. Lo que se presentó como la ‘Operación Contención” terminó mostrando la fragilidad del orden público y la profundidad del problema del crimen organizado en Brasil.
La escalada de violencia obligó a suspender clases, cerrar universidades y cortar rutas estratégicas. Colectivos urbanos fueron usados como barricadas, mientras la población quedó atrapada en un clima de miedo e incertidumbre. En medio de los hechos, la desinformación sumó un capítulo propio: circularon imágenes falsas generadas por inteligencia artificial y publicaciones que aseguraban que Río había alcanzado la ‘fase 4” de crisis, algo luego desmentido por las autoridades.
El episodio también destapó tensiones políticas. El gobernador Claudio Castro acusó al Gobierno federal de no haber prestado apoyo, pero desde el Ministerio de Justicia se aclaró que todas las solicitudes fueron atendidas y que la Fuerza Nacional opera en Río desde octubre de 2023. Según la Nación, el objetivo fue contener la expansión del Comando Vermelho y capturar a sus cabecillas, en un esfuerzo que continuará al menos hasta diciembre.
Más allá de las cifras y los comunicados, la tragedia de Río evidencia un diagnóstico que Brasil arrastra desde hace décadas. La convivencia entre el Estado y el poder paralelo de las organizaciones criminales. Cuando las fuerzas de seguridad deben movilizar miles de efectivos para recuperar el control de un territorio, es porque la autoridad legítima ha sido erosionada.
El crimen organizado no es un fenómeno aislado; se infiltra en la política, la economía y la vida cotidiana. La respuesta no puede ser solo represiva: requiere políticas sostenidas de inclusión, transparencia y justicia. Río de Janeiro, una de las ciudades más bellas del mundo, no puede seguir siendo el escenario de una guerra interna que consume su futuro y el de todo Brasil.
