Por Luisa Aciar
El Día de la Madre era para mí una fecha contradictoria. Veía a otros celebrar y, mientras sonreía hacia afuera, por dentro se abría un abismo. No entendía por qué algo tan bello me dolía tanto. Hoy sé que ese dolor era el eco de una herida antigua: la herida de mi vínculo con mamá. Mi madre fue una mujer fuerte y valiente, pero profundamente herida. Llevaba sobre sus hombros la carga invisible de generaciones que habían sobrevivido a la escasez, al sacrificio y a la culpa. Ella hizo lo mejor que pudo con lo que tenía, pero sus palabras -esas sentencias nacidas de su propio dolor- se convirtieron en la raíz de mis programas inconscientes. Yo las creí todas.
Desde que tengo memoria me repetía: que la había hecho sufrir desde su vientre, que mi nacimiento fue tormento, que yo era la oveja negra, la manzana podrida. Frases que no eran solo sonidos, sino cuchillos emocionales que definieron mi manera de verme, de amarme y de existir.
Crecí creyendo que era la peor persona del mundo. Sentí que debía ser castigada por haber hecho sufrir a la mujer que me dio la vida, como si desde el vientre ya hubiese cometido un pecado. Esa culpa inconsciente me llevó a elegir castigos disfrazados de decisiones. Repetí vínculos que dolían, saboteé mis logros, viví detrás de máscaras de perfección.
Y mi cuerpo habló por mí cuando mi alma ya no pudo más: desarrollé bulimia a mis 12.
La bulimia fue el lenguaje desesperado de una niña que no sabía pedir amor. Fue mi manera inconsciente de decir ‘mírenme, quiéranme, acéptenme’. En cada exceso y en cada vacío había un intento de controlar el amor, de llenar un hueco que la falta de aceptación había dejado.
Me convertí, sin saberlo, en el personaje que mi madre había escrito para mí: la que lloraba para ser vista, la que buscaba amor donde solo había juicio, la que se tragaba su tristeza y luego la vomitaba.
Mi cuerpo gritaba lo que yo no podía decir
Con los años, en mi camino de sanación y estudio, comprendí que no se trataba solo de una patología del cuerpo. Fue una desconexión entre biología, mente y emoción. Mi cerebro había aprendido que no merecía amor; mi sistema nervioso, fiel a ese mandato, desarrolló su propio lenguaje: controlar, ocultar, castigar, repetir. El cuerpo habla cuando el alma calla. Y el mío habló con síntomas.
Mi madre también fue víctima de heridas que la precedieron. Creció con miedo y sin ternura. Quien no ha sido abrazado no sabe cómo abrazar; quien no ha sido amado, teme amar.
Con la biodescodificación comprendí que repetimos inconscientemente lo que no comprendemos: yo era el espejo de su herida no resuelta. Ella proyectó en mí su rechazo, su culpa, su dolor; y yo, sin entenderlo, asumí la carga de salvarla: quise ser la hija perfecta que sanara su tristeza.
Pero la herida se volvió espejo, y ese espejo terminó rompiéndome. Crecí con la necesidad de ser vista, aceptada, elegida. Busqué amor en lugares equivocados; cada pareja, cada decepción, cada soledad repetían la misma historia. Porque todo vínculo externo es una proyección del vínculo con mamá. El mundo te trata como tú aprendiste a tratarte. Y yo me trataba como mi madre me trató.
El instante del despertar
Cuando me convertí en madre, llevé esa voz interior conmigo. Hubo un momento que redefinió mi vida: el 1° postoperatorio de mi hija, María Victoria. Tenía apenas un mes y días. La recuerdo tan nítidamente: tan pequeña, tan frágil, conectada a cuidados que yo apenas entendía. Ella no podía decir cuánto le dolía; sus ojos sí. En su mirada vi un sufrimiento tan desgarrador y tan inmenso que sentí que moría.
En esos segundos eternos, la frase que mi madre repetía resonó con una violencia insoportable: ‘La vas a pagar con tus propios hijos’.
Sentí que el universo me castigaba. Creí que Dios me hacía pagar por haber sido una ‘mala hija’. La culpa fue tan intensa que quise desaparecer. Y, sin embargo, en medio de ese abismo, escuché otra voz: la de mi espíritu. Me dijo que no estaba siendo castigada, sino llamada a despertar. Entendí que aquella escena no era la culminación de un castigo sino la posibilidad de romper la cadena. Fue el punto de inflexión que me empujó a comenzar a sanar conscientemente: a mirar la historia con nuevos ojos, a comprender que nada de lo vivido fue para destruirme, sino para despertar mi conciencia. Descubrí que en mi historia no había solo culpa, sino aprendizaje y que en la herida dormía la semilla del amor propio. En ese proceso, el conocimiento del coaching neurobiológico me ayudó a poner palabra y cuerpo a lo que sentía: mi cerebro se había cableado para sobrevivir, no para ser feliz. Sanar implicó reconfigurar mente y biología: romper los circuitos del miedo, del rechazo, de la culpa; crear nuevos caminos de amor, aceptación y perdón. Pero esa reconfiguración no ocurrió solo por entenderla con la mente: sucedió cada vez que bajé a mi corazón y sentí con el cuerpo y lloré, respiré y abracé a la niña que fui.
Volver al corazón
Sanar a mamá en mí no fue un acto de debilidad; fue un acto de poder. Fue devolverle a mi madre su historia y abrazar la mía.
Fue reconocer que detrás de cada juicio había una necesidad no atendida, que detrás de cada enojo había una niña que solo pedía amor.
Entendí que las heridas infantiles no desaparecen: se transforman. No se trata de olvidar, sino de integrar, de honrar la historia y darle un nuevo sentido. Porque cuando sanamos, no solo nos liberamos a nosotros mismos: liberamos a nuestros hijos y a nuestros ancestros.
La neurociencia nos recuerda que los primeros años son determinantes: entre los 0 y 7 se moldean programas que guían la vida adulta. No heredamos solo rasgos; heredamos memorias emocionales. La biodescodificación aporta que cada síntoma revela una emoción oculta; cada enfermedad, un conflicto no resuelto.
Mi bulimia fue, en ese sentido, un intento de liberar el peso de generaciones de mujeres que habían callado sus necesidades: mujeres que aprendieron a sobrevivir, pero no a sentirse.
Cuando comencé a trabajar en mi reprogramación, aprendí a observar mis pensamientos sin identificarme con ellos; a ver las emociones como información, no como sentencia. Empecé a hablarme distinto: ‘Te veo. Te entiendo. Ya no estás sola’. Y poco a poco algo en mí se fue transformando. Sanar a mamá en mí implicó, además, el despertar de mi energía femenina. Durante años rechacé la sensibilidad, la ternura, la receptividad. Pensé que la fortaleza era endurecerme; creí que depender era debilidad. Hasta que entendí que la verdadera fortaleza está en la apertura: en sostener lo que duele sin huir, en sentir sin temor a romperse. Volver al corazón fue permitirme nutrir, cuidar y sostener desde la ternura y no desde la exigencia. Fue aceptar que mi madre no fue la causa última del dolor, sino el vehículo a través del cual el alma me invitaba a evolucionar.
El legado
La maternidad me mostró que no es suficiente haber dado a luz para ser madre; ser madre es aprender. Mis hijas me enseñaron los rincones de mi alma que aún estaban heridos. Cada vez que las veía llorar, escuchaba el eco de mi propio llanto no atendido. Cada vez que perdía la paciencia, entendía que no reaccionaba al presente sino al pasado. Ahí nació mi compromiso profundo: no repetir, sino transformar. Convertirme en la madre que siempre necesité. Desde la práctica y el estudio -coaching, biodescodificación, PNL, filosofía de la transformación- comprendí que detrás de toda herida hay un propósito elevado.
Lo que me dolió me impulsó a buscar respuestas, a formarme, a acompañar a otras personas en su proceso. Esa experiencia me convirtió en guía y puente. No se puede acompañar a otros a sanar lo que uno no ha atravesado. Por eso cada paso mío en este camino tiene también la intención de liberar a los que vendrán. Y cuando finalmente pude mirar a mi madre sin dolor comprendí que no había que perdonar desde la resignación sino desde la comprensión. Ella también fue una niña herida; hizo lo que pudo con lo que tenía. En esa comprensión nació un amor más grande que aquella historia de dolor. Y cuando dejé de pedirle a la vida que me devolviera lo que no fue, comencé a agradecer por lo que si fue: el milagro de la vida que ella me dio.
Sanar a mamá en mí fue volver a casa. Fue recordar que somos más que las voces que nos replicaron. Fue integrar la niña que fui, la mujer que soy y la madre que soy llamada a ser. Me prometí cortar el ciclo: quise que mis hijas no cargaran con miedos que no les pertenecen; que supieran que son suficientes por el simple hecho de existir; que no tengan que ganarse el amor porque el amor no se gana, se reconoce.
Hoy, cuando las veo reír, siento que la vida me devuelve lo que alguna vez creí perdido.
Su risa es mi redención; su amor, mi espejo más puro
A través de ellas aprendí que todo dolor, por profundo que sea, puede convertirse en templo donde florece la consciencia. Y, entonces pude elegir la ternura sobre la exigencia; la compasión sobre la culpa; la presencia sobre el control. El verdadero milagro no fue que mi madre cambiara, sino que yo aprendiera a mirarla con amor. Y cuando eso sucedió, mi vida entera se transformó.
Sanar a mamá en mí no es solo mi historia: es la historia de miles de mujeres que están despertando su poder, sanando su linaje y volviendo a amar su cuerpo, su historia y su esencia. Es una invitación a mirar adentro, a reconciliarse con la madre que nos habita, y a reconocer que dentro de cada una hay una fuerza capaz de transformar cualquier dolor en amor. Porque cuando sanamos a mamá en nosotras, sanamos la raíz. Y cuando la raíz sana, todo el árbol florece.
Hoy te invito a hacer un acto de amor profundo:
Cierra los ojos, imagina a tu madre frente a ti, y dile: ‘Gracias por la vida. Gracias por ser el canal que me trajo hasta aquí. Hoy te devuelvo tus cargas, tus miedos, tus culpas y tus dolores. Yo elijo amarte, honrarte y liberarte y desde este amor permitir que mi propia luz comience a brillar en mí’.
Dedicatoria:
A mi madre, por haber sido el canal a través del cual llegué a esta vida. Por ser, sin saberlo, la maestra que mi alma eligió para aprender el valor del perdón, la fuerza de la compasión y el poder de la conciencia. Gracias por haberme mostrado, con tu luz y tus sombras, el mapa exacto que necesitaba para encontrarme conmigo misma. Hoy comprendo que todo lo vivido fue perfecto, que cada herida fue un portal hacia mi despertar, y que gracias a ti hoy camino más libre, más despierta, más amorosa.
Honro tu vida, tu historia y todo lo que fuiste, porque a través de ti conocí la vida, y en el proceso de sanar nuestra historia,encontré mi verdadero propósito: amar desde la conciencia.
A mis hijas:
Mi más sagrada bendición y el motor que impulsa mi alma. Gracias por elegirme como madre, por confiar en mí aun cuando todavía estaba aprendiendo a amarme. Ustedes son el espejo más puro donde reconozco la belleza del amor incondicional, la fuerza de la vida y la verdad del espíritu. Por ustedes elegí sanar, transformarme y renacer. Cada paso que doy hacia mi luz es un paso que también las libera.
Las honro con todo mi ser, y le pido a la Vida que me permita seguir siendo un canal de amor, para que su camino esté lleno de conciencia, plenitud y libertad. Gracias por recordarme cada día lo que significa amar más allá de uno mismo.
¡Feliz Día de la Madre!
Luisa Aciar
Coach Int. Esp. En Coaching Neurobiológico.
Facilitadora de procesos de sanación y transformación.

