En el Barrio Santa Bárbara, en Pocito, un cajón de verduras frescas aparece con frecuencia en la vereda de una casa. No está en venta ni tiene dueño, al menos en ese momento. Está ahí para que quien lo necesite pueda llevar algo a su mesa. Detrás de ese gesto está la familia Celiz, que continúa con una tradición solidaria iniciada hace décadas por Juan Celiz, un pequeño productor de la zona que enseñó con el ejemplo a compartir, incluso cuando no sobra.

Hoy su hijo, Mauricio Celiz, de 32 años, mantiene viva esa costumbre. Lo hace junto a su pareja Karen Echegaray (también de 32) y su hija Alma, de apenas 5 años, con quien trabaja todos los días en una pequeña chacra que alquilan sobre calle 12, en el mismo departamento. Allí cultivan acelga, espinaca, cebolla de verdeo, veteraba, perejil y zapallo, entre otras verduras de estación. Las cosechan a pulmón, sin maquinaria y con recursos limitados, pero con un compromiso que vale más que cualquier herramienta: el de no olvidarse de los demás.

“Somos todos chacareros, pero de los chicos”, dice Mauricio, con orgullo. “Siempre a una parte de la mercadería la regalamos, toda la vida lo hemos hecho. Es una enseñanza de mi papá”, cuenta. Juan, su padre, solía dejar ese mismo cajón en la vereda, en el mismo barrio. Falleció hace algunos años, pero su gesto se repite intacto. “Lo sigo haciendo de la misma manera que lo hacía él. Traemos choclo, zapallitos o lo que haya. Lo dejamos en la puerta y los vecinos se lo llevan”.

Familia unida. Mauricio, Karen y Alma, la familia que trabaja la tierra con esfuerzo y corazón, y que comparte su cosecha con quienes más lo necesitan.

Desde el barrio, el gesto no pasa desapercibido. Osvaldo Olmo, un vecino de 62 años, lo resume con claridad: “El padre tenía esa costumbre y Mauricio la siguió. La verdad que es una actitud muy loable de gente muy humilde. En este departamento hay muchísimas chacras y muy pocos hacen eso”. Agrega un dato que no deja de sorprender: “Acá, en Pocito, es normal que, por ejemplo, una vez que el precio bajó, la tierra se ara con las verduras y todo. Yo no conozco a ningún otro que a los excedentes de producción se los dé a la gente para que se lo lleve”. Mientras cocina una tarta con unos zapallitos que recogió del cajón, lanza con una sonrisa: “La verdura es de primera, están riquísimos”. Y sobre la dinámica de reparto, agrega: “El cajoncito en la vereda no dura ni una hora, y eso que los vecinos son muy respetuosos, cada uno se lleva sólo lo que necesita”.

Mauricio cuenta que aunque podría vender esos productos, no lo duda: “Soy un convencido de que para recibir hay que dar, y por ahí hay gente que le hace más falta que a mí”. No le sobra nada, admite. “Vivimos con lo justo. Pero lo que tengo, agradecido. Y lo que no tengo en algún momento llegará”.

A pesar de las dificultades, o quizás por ellas, el valor de la solidaridad se multiplica en su casa. Alma, la hija de la pareja, se crió entre cajones de verduras y manos trabajadoras. “Es mi mano derecha”, comenta Mauricio. “A la mañana va al jardín y a la tarde me acompaña a la chacra. Anda conmigo para todos lados”. También se suma a la entrega. “Le encanta ver cuando alguien se lleva verdura. Se pone atrás del portón a mirar el cajón y, cuando ve que alguien se acerca, sale corriendo para avisarnos”.

Después de la muerte de su padre, Mauricio dejó de trabajar la tierra. “Le agarré como un recelo a la chacra”, reconoce. Fueron cuatro años sin cultivar. Pero este año decidió volver. “Me volví a iniciar con el apoyo de mi familia. Es lo que me gusta”. Y lo hace con la misma pasión de siempre. “Todo lo que hago es por Alma. Queremos que no le falte el plato de comida, la ropa para la escuela, un par de zapatillas. Por ella trabajamos los dos, todos los días”.

Aunque el terreno es alquilado y los insumos cuestan caro —”para uno que es clase pobre media, para no decir pobre, se hace muy pesado”—, la voluntad de esta familia puede más. No cuentan con maquinaria, pero sí con fuerza de voluntad, amor por lo que hacen y la convicción de que la solidaridad no se negocia.

Todo un ícono. El cajón con las verduras para regalar queda en la vereda.

El pequeño productor dice que sus vecinos son ‘extraordinarios’: ‘El barrio tiene 30 años y no tengo quejas de ninguno. La gente siempre me agradece el gesto. Vine con dos años acá, ellos me han visto crecer’. Cuenta que los vecinos ‘siempre me invitan cosas’ para agradecerle por las verduras, pero ‘yo les digo que no se hagan problema porque no espero nada a cambio, en algún momento voy a ser bien recompensado por otro lado’.

“Soy un simple muchacho que le gusta laburar mucho, al igual que a su familia”, reflexiona Mauricio. Y cierra: “Algún día me gustaría ser grande, pero falta mucho. Eso sí, el entusiasmo y las ganas de trabajar las tenemos todos los días”.