Las figuras protagónicas de una época, si tienen talla, rebasan su área de influencia. Gandhi, Martin Luther King o Albert Einstein, como ejemplos, desde sus perspectivas trascendieron hacia otras creencias, geografías y épocas. Tal alcance llega a ser posible por el carácter universal de ciertos valores, actitudes e interpretaciones de la realidad. No obstante, a menudo todo ello se ve impulsado por un componente emocional. Un factor sensibiliza a quienes evalúan emocionalmente, y es el denominado "carisma”. Éste podría ser entendido como un don para agradar a las personas y hasta fascinarlas, más allá de lo que se diga. Pero ello no significa que necesariamente esa aptitud derive siempre en razonabilidad o veracidad. Latinoamérica, donde siempre flamean emociones variopintas, ha sido a menudo extraviada por persuasivos carismas. El mundo siempre ha tenido mentes y espíritus iluminados que, por desenvolverse fuera del territorio del carisma, no han sido justipreciados lo suficiente, pese a su influencia. Posiblemente sea el caso de recientemente fallecido papa emérito Benedicto XVI, lo que de ninguna manera disminuye su estatura moral e intelectual. El reduccionismo desvalorizador, tan proclive a reemplazar el pensamiento con etiquetas, lo clasificó como "ortodoxo”, como pretexto suficiente desplazarlo al margen de la historia. En ámbitos religiosos se ha entendido la ortodoxia como el énfasis en el bien que la vida católica puede aportar, absteniéndose de lo que desaprueba.

Durante décadas Benedicto luchó contra algo que vio germinar lenta pero tenazmente: el relativismo. Se trata de una actitud que no reconoce verdades absolutas, resultándole todo relativo a la perspectiva de cada cual y a cada momento. Es decir, un subjetivismo plenario. No es que se niegue la validez y necesidad de la opinión individual o la conclusión racional, sino que desconcierta la ausencia de principio o valor alguno. Cuando en 2005 fallece Juan Pablo II, defensor también de la ortodoxia, en la reunión previa al Cónclave Papal, Joseph Ratzinger afirmó que en el mundo moderno se había impuesto una "dictadura del relativismo” que "no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos”.

El ámbito de acción por excelencia de Ratzinger era el argumental, en interlocución permanente con el mundo real. Hablaba diez idiomas, publicó casi sesenta obras teológicas y filosóficas, además de tres encíclicas. Defendía su Iglesia no atacando a otros, sino señalando aspectos que consideraba quitaban solidez al catolicismo. En 1972, por caso, se mostró muy crítico con la curia al escribir que se necesitaban hombres "que amen a la Iglesia más que a la comodidad e intangibilidad de su propio destino”. Bajo los auspicios de su mentor, Juan Pablo II, lidió contra la utilización política de la iglesia, especialmente en Latinoamérica. Benedicto fue un pontífice íntegro, franco y altamente capaz, más allá matices doctrinarios y de todo carisma.