El pasado suele ofrecer zonas confortables para las mentes y espíritus. En sus corredores de claroscuros permite encuentros con personas y hechos, con el acento que la subjetividad elija, e inclusive acepta ser resignificado. No obstante, "la dificultad estriba en olvidar o no entender el carácter proyectivo de la vida", como lo dejara en claro el filósofo Julián Marías. En tal dificultad parece estar enfangada hoy la Argentina, en la infructuosa intención de justificar presentes mediante fragmentarios y transfigurados pasados. Sin embargo, el origen de este país tuvo como brío generador una proyección hacia el futuro. La idea de un porvenir prometedor había derivado de una decisiva autoestima, componente fundacional de toda libertad. Se comenzó a articular ante las invasiones inglesas de 1806 y 1807; España y su virrey no prestaron asistencia alguna a los habitantes, consiguiendo repeler la ocupación por sus propios y rudimentarios medios. Otro factor decisivo fue el de acabar con el asfixiante cepo comercial; el Virreinato sólo podía realizar intercambios mercantiles con España. Una población empobrecida clamaba por libertad para trabajar más, desarrollarse y exportar. Pese a tal condición impropia de una comunidad civilizada, existían influyentes figuras que guardaban cerrada lealtad hacia la corona. El pasado, bajo el disfraz de una fidelidad a la tradición, los obnubilaba ante las potencialidades de la libertad y el comercio. Pero las circunstancias internacionales tomaron un giro que dejaron sin argumentos a los devotos locales de la realeza sojuzgadora. España había caído ante Napoleón, dejando así yermas de objeto de devoción a las lealtades vernáculas. El virrey Cisneros estaba al tanto de los acontecimientos de la metrópoli, orquestando por ello una censura absoluta en torno al tema, por el lógico temor a una sublevación. Pero el 13 de mayo arriba a Montevideo una fragata inglesa con la noticia sobre el derrocamiento de Fernando VII. De boca en boca, aunque con velocidad casi eléctrica, la novedad llega a Buenos Aires, originando alarmas, inquietudes y actividades espontáneas en la dirección que Cisneros había temido. Tal proceso, desarrollado de manera natural, con conferenciantes voluntarios en cada esquina y puesto de venta, fue fraguando el primer movimiento cívico de nuestra historia. Tuvo su momento cúlmine el día 25, fecha en la que convergieron la evolución e interacción de los acontecimientos citados. La trascendencia de los sucesos subsiguientes ha logrado en gran parte opacar un factor central que puso en marcha toda la dinámica libertadora. El dato que llegó desde el puerto de Montevideo fue clave. El valor liberador y transformador de la información palpita en toda forma de comunicación y nutre a la misma democracia. Aquella noticia logró que lo que se gestaba en la sociedad se cristalizase en una determinación hacia la libertad, proyectando una imagen de dignidad que logró activar el espíritu independentista en toda América del Sur.