Hasta no hace mucho, el mundo entendía la política como la aplicación de determinados principios e ideas a la realidad. Cada partido procuraba que dichos fundamentos fuesen el núcleo de sus plataformas y propuestas, lo que hacía relativamente previsible su accionar. Pero las ideas, estructuradas en todo un sistema ideológico coherente, resulta un tema arduo de sustentar, al exigir dedicación, argumentaciones, un cultivo constante de la habilidad verbal, etc. Por otra parte, ideas y principios representan un flanco débil, tratándose de algo a defender, justificar y revitalizar constantemente. Pero desde hace un par de décadas, la práctica política ha ido mudando su acento. El producto ya no era postulado o principio alguno, sino el candidato mismo. Si bien siempre resultó crucial la capacidad interactiva de cualquier político, el "carisma'', tradicionalmente investía un bagaje de preceptos que lo definían. Ahora, el candidato pasaba a ser sólo portador de sí mismo, de sus gestos, estilo y características individuales. Tal traslación del foco, desde la doctrina hacia el candidato, permitió activar técnicas publicitarias a fin de familiarizar al electorado con su personalidad, maquillando la ausencia ideológica con un énfasis de enunciados muy generales. Si bien una tenaz banalización general ha logrado hacer descender el nivel de todo enfoque, este hecho registrado en la política puede tener, paralelamente, otra fuente.

Se trata de que la legítima búsqueda del poder público, encontró estrategias mucho más veloces y relajadas que la pugna de principios. Se optó por establecer alianzas y frentes, a fin de lograr rápidamente una masa crítica de votos que garantizase el triunfo. Aunque siempre existieron, precedentemente las alianzas tenían una identidad conceptual y programática. Las nuevas coaliciones se han permitido agrupar lo más incongruente e incompatible que se pudiera imaginar, en términos de plataformas políticas. Y la forma de poder convivir dentro de acuerdos tales ha sido la absoluta omisión de temas ideológicos, que sólo podían conducir a cortocircuitos de consecuencias imprevisibles. Este es uno de los factores que ha llevado a la política, en el mundo entero, a vaciarse del necesario diálogo, siendo reemplazado por el slogan. Este, valioso en la publicidad, como argumento político sólo revela ausencias. El desenlace inevitable es que la exoneración de principios ideológicos se confirma luego en el ejercicio de gobierno. A fin de que ningún integrante se distancie y se pierdan escaños legislativos, se sigue obedeciendo a criterios promediados. Nada de esto ha sido indiferente al electorado. Ante la ausencia de ideas rectoras, se vota conforme a afinidades de carácter, lo que ha dado lugar a una notable dispersión del voto. Es que cuando las ideas se vaporizan, suelen desdibujarse también los ideales. Víctor Hugo aseveraba que "lo que conduce y arrastra al mundo, no son las máquinas, sino las ideas''.