Uno de los más dilatados caminos que ha recorrido la humanidad ha sido el necesario para encontrar convenientes formas de gobierno. Camino por cierto espinoso y en ocasiones laberíntico, pero imprescindible. En el reconocimiento de que el ser humano tiene una naturaleza social, que requiere vivir en comunidad, inevitablemente debe decidir quién se ocupa de los asuntos comunes. Esta función fue cumplida, en cierto sentido, por quien se hacía con el poder: rey, emperador, caudillo, etc. Pero entonces se entendía el poder no como una función, sino como una propiedad. Precisamente, las épocas más borrascosas que emergen de las páginas de la historia son en circunstancias de cambios de poder. Si este se tomaba por la fuerza, implicaba muertes y destrucción de la misma comunidad, siendo la guerra que perseguía el sometimiento incondicional el lenguaje excluyente. Idénticas o peores calamidades tenían lugar ante el deceso de quien ostentaba el poder: guerras de sucesión.
Con la paulatina incorporación de los criterios republicanos y democráticos, ese sombrío y hasta entonces inevitable horizonte comenzó a mudar su perfil. Sin embargo, muchas democracias tomaron sólo la estética del sistema, no su esencia. Es decir, un líder llegaba al poder mediante el voto, pero a posteriori se valía de los más innobles y subrepticios amañados para establecerse indefinidamente en tal condición. La libertad política quedaba así abrogada, merced a una máscara de democracia. Y esta situación, es sabido, aún se obstina en subsistir en diversas geografías. No obstante, las comunidades de todo el mundo fueron asumiendo que el poder debía ser despersonalizado. No solamente significa ello que los atributos del mando no deben ser patrimonio de nadie, sino que la voluntad preeminente debe ser la del sistema, no la de voluntad individual alguna. Esto presupone que la última palabra es la que consigna la ley, la que subyace en la normativa que fundamenta a la misma sociedad. Esta despersonalización queda provista por uno de los instrumentos brindados por un principio de la República: la periodicidad en el poder. Y es en esta instancia donde se revela si una nación o comunidad asumió su experiencia, si alcanzó la madurez necesaria, cuando las transiciones de mando se realizan de manera armónica, concertada y coordinada, sin conflictos. Todos asumen entonces que la convivencia positiva, en todo orden, queda absolutamente subordinada al funcionamiento correcto del sistema, a las reglas del juego.
En las recientes elecciones para gobernador, los sanjuaninos han dado muestras extendidas de madurez, sensatez y conciencia. Tanto la ciudadanía al votar, como las autoridades en ejercicio y la nueva administración elegida, han puesto en primer plano la coexistencia civilizada y la concordia. Esto tiene dimensiones históricas: no siempre fue así en San Juan, ni tampoco lo es hoy en toda la Argentina. San Juan está dando el ejemplo.
