El auto más largo del mundo es y fue. Porque aunque ostenta el premio Guinness desde 1989, se transformó hace cinco años en chatarra. Es un anacronismo. Un auto único, diseñado y concebido para la plusmarca, sin más intenciones que coronarse en los registros históricos. Es la extensión de la opulencia peor entendida. Tiene 30,48 metros de largo y un propósito dudoso: nunca realizó grandes traslados.
 

Pero la inmortalidad es cuento y el prestigio, finito. La empresa que lo había arrendado no renovó el contrato y la suerte del auto más grande fue antagónica a su esencia. Lo abandonaron en la intemperie de un barrio de Nueva Jersey a la ventura de su devenir. Fue automáticamente desguazado. Algunos oportunistas le extrajeron valiosos entramados y detalles lujosos a la limusina. Del resto se encargó el tiempo.
 

En un estado calamitoso, la empresa Autoseum – Automotive Teaching Museum de Nueva York compró el vehículo histórico en una subasta con el objetivo de restaurarlo y devolverle su glorioso pasado. Hace cinco años que intentan resucitar la épica de un auto teñido de óxido, envuelto en polvo y cubierto por tragedia. Una ironía a la ostentación.