Quién no se encantó alguna vez -y quiso contagiar a sus hijos- con la dulzura de Manuelita, la magia del Brujito de Gulubú y las disparatadas escenas de El reino del revés o de Canción para tomar el té, cuatro de sus entrañables creaciones infantiles con las que -años atrás- buscaba divertir a los más pequeños, pero también desafiar aquellas estructuras y solemnidades adultas en las que se sentía encorsetada. Y quién -ya con camino andado bajo los pies- no se conmovió con los profundos versos de La cigarra o de Serenata para la tierra de uno, apenas un par de ejemplos de su madura reflexión, que a pura poesía bordeó la protesta. Ícono indiscutido del cancionero popular argentino, ayer falleció la irreemplazable María Elena Walsh, quien según algunos memoriosos, un par de veces visitó San Juan. Un cáncer óseo que le diagnosticaron a los 51 años, al que dio pelea y que finalmente la apartó de la escena, le impidió llegar al 1 de febrero, para celebrar los 81.

"Murió luego de una prolongada internación y como epílogo de padecimientos crónicos que la aquejaban", informó el parte médico del sanatorio de la Trinidad. Su muerte puso fin a ocho décadas de vida intensa -no siempre rosa- y prolífica obra.

Segunda hija de Enrique, un ferroviario descendiente de irlandeses, y de María, una argentina con raíces andaluzas, María Elena -que fue una lectora precoz- escribió más de cuarenta libros que fueron traducidos al inglés, francés, italiano, sueco, hebreo, danés y guaraní. El primer poema lo publicó a los 15, y al año siguiente sacó su primer libro de poesías, Otoño imperdonable. Fue esa recopilación de profundo romanticismo adolescente -que al principio no tuvo gran repercusión- su pasaporte a los círculos literarios selectos, que nutrió con sencillez y capacidad de observación, pero que también sintió el cimbronazo de su fuerte personalidad.