San Juan, domingo 29 de julio de 1956. El Zonda arremolinaba la tierra con sus lenguas de fuego. El cortejo que había partido a las 6.30 desde la capital provincial (la calle Rivadavia al 847 fue el punto de concentración) salió aproximadamente a las 14 de Jáchal a Huaco, abriéndose paso entre los azotes calientes y polvorientos, que corrían a 45-50 km/h y subían la temperatura a 28 grados. De repente, el viento cesó su furia. Fue, cuentan las crónicas de la época y refrendan los testigos, en el mismo momento en que los restos de Eusebio de Jesús Dojorti Rocco ingresaron a la quebrada de Huaco, su patria chica, donde recibirían sepultura, tal era su voluntad.
Fue, dicen, exactamente un año después de que un voraz cáncer de laringe cerrara los ojos del gran Buenaventura Luna -su nombre artístico-, que falleció a los 49 años en aquel Buenos Aires que conoció sus glorias y sus añoranzas; y que durante un año cobijó sus mortajas en el panteón de Sadaic en el cementerio de La Chacarita, hasta que tomó forma su deseo ser enterrado en ‘la tierra de todos los amores’. Poco antes de ese momento que se convirtió en leyenda, atravesando La Falda, la caravana que venía de la Capital en los Ford T y Ford K (como precisa Dante Tejada, docente y referente de Huaco) y que ya había hecho postas en Tucunuco, Niquivil y ciudad de Jáchal (allí el cajón fue trasladado ‘a pulso’ hasta la iglesia de San José, para un responso brindado por el presbítero Lasalle), se encontró con los huaqueños que aguardaban a su ‘paisano’.
‘Cientos de jinetes’ a lomo de burro o a caballo, bajaron de los cerros. El furgón gris que llevaba los restos detuvo su marcha entre la multitud polvorienta, respetuosa, adusta. Entonces, precisaba el periodista Rogelio Díaz Costa en su crónica, se escuchó el grito salido de las entrañas de un arriero (el profesor de historia Edmundo J. Delgado dice que fue Don Mario Páez): ‘¡Buenaventura Luna! ¡Viejo amigo! ¡Aquí están los arrieros de Pampa del Chañar! Licencia pa’ cantarte…’, le pidió, y al rasguido de una guitarra se alzaron los versos ‘¡Nunca diga el peón tropero cuál pudiera ser su suerte! Por el campo, compañero, anda aguaitando la muerte…’. Apenas una pausa, y ‘junto al ataúd relinchó, terrible como una herejía, una mula. La piel se erizó’, continúa la reseña.
‘Fue impactante cuando llegaron los gauchos al camino que llevaba a Huaco… venían ‘los dueños”, rememora Hebe Almeida de Gargiulo, jachallera, amiga de Don Buena y estudiosa de su obra; quien fue parte de esta ceremonia. ‘Inmediatamente todos comenzaron a golpear rítmicamente con las azoteras en los guardamontes… Se sentía como un acompañamiento muy fuerte, muy duro. Fue impresionante’, se explayó la docente. Con las emociones a flor de piel, el cortejo retomó el paso. Luego de haber vivido aquellos momentos casi místicos y tras dejar atrás la cuesta de Huaco -donde se colocó una placa recordatoria en el monolito y Ramón López dijo un discurso- entró al pueblo (ancianos, mujeres y niños, todos afuera) y llegó hasta una escuela. ‘Yo tenía 8 años, estaba en ese tiempo en la Nacional Nº 95, que quedaba 1 km al norte del Molino. Mi hermana era la abanderada… El director, Carlos Mario Manrique, nos sacó a la esquina del Molino cuando llegó el cortejo. Me acuerdo clarito que venían los gauchos adelante, con los caballos y entre ellos mi abuelo, Juan Alcucero, uno de los últimos carreros… ¡Yo nunca había visto tanta gente ni tantos autos juntos!’, cuenta ‘El Tata’ Díaz, ex director de escuela, recitador y otro referente local, casado con una prima hermana de Buenaventura (hija de Juan Carlos Dojorti, hermano de Eusebio) y difusor de su obra. Efectivamente, como señalaba también el cronograma de actos oficiales que se difundió por entonces en DIARIO DE CUYO, la comitiva dejó una placa en ese edificio, ya que -según detallaba- había sido la casa paterna de Buenaventura. Sin embargo, Díaz -en coincidencia con Tejada- aporta otro dato: ‘Después recuerdo que bajaron el féretro en la casona cerca del molino, donde vivió Emilia Dojorti, y que ahora es prácticamente una tapera. Por eso decimos nosotros que esa es la casa natal de Buenaventura.
Lo entraron ahí, y yo los seguí… llegué hasta la mitad y unos señores me pararon en seco: ‘¡Adónde vas niño!’. Dicen que ahí le rezaron y luego lo llevaron al cementerio. Eso quedó grabado en mi cabeza. Fue un acontecimiento en el pueblo, la gente comentaba, lamentaba que el Eusebio se hubiera muerto tan joven’. Finalmente, todos se dirigieron a la última morada del poeta, el cementerio de Huaco. No faltó ‘alguna vieja huaqueña de negro rebozo pobre y antiguo credo cristiano’, mezclada en la multitud, donde también hubo jachalleros que vivían fuera del departamento, y que aprovecharon el servicio especial de ómnibus de la empresa Expreso Argentino (había que ‘solicitar asiento’ con anterioridad en calle Santiago del Estero entre Libertador y San Luis), que partía desde la Capital rumbo a Jáchal a las 15, para hacer ‘todo el recorrido de los actos programados y regresará mañana’, según informaba el Centro de Residentes Jachalleros. La particular tumba que esperaba bajo el ya añoso algarrobo había sido erigida, comenta Díaz, por el señor César Páez, encargado de obras municipales en Huaco. La misma sufrió varias modificaciones con el tiempo; por ejemplo, los vidrios en los costados, por donde se veía el cajón, fueron quitados y cerrados esos espacios con ladrillones y piedra.
Esa modificación, explicaron, se hizo a instancias de ‘los militares, que sacaron un ley que prohibía que los ataúdes estuvieran a la vista’. Lo que sí permanece es el notable guitarrón tallado a mano sobre la cubierta (un símbolo por lo menos curioso, ya que Buenaventura no era ni guitarrero ni cantor) y también una cruz de madera atada con tientos de cuero a la cabecera. En profundo silencio, la comitiva se acomodó alrededor y varios notables hicieron uso de la palabra para despedir al artista y al hombre. Entre los que hablaron, comenta Carlos Semorile (nieto de Dojorti y uno de los guardianes y cultores de su legado), estuvo el comerciante y mecenas Fermín Álvarez, uno de los tantos que viajaron desde Buenos Aires a San Juan, como Polo Giménez (folclorista que popularizó Paisaje de Catamarca, letra que le obsequiara Luna) y también José María ‘Marucho’ Maestre, el mayor de los hijos varones del poeta, el único que vino. Este señor Álvarez, que asistió a las últimas horas de Don Buena, costeó un fotógrafo para que registrara la llegada del vate a sus raíces; imágenes inéditas hasta hoy, que llegaron a este diario de manos de Semorile (ver página siguiente). Otro que hizo uso de la palabra fue el presbítero Tomás S. Cruz, cabeza de la Comisión que organizó esta ‘repatriación’ de los restos, a la que le precedieron varios actos, el día anterior. Culminada la ceremonia central -que habría sido transmitida por Radio Colón-, cumplida finalmente la voluntad del gran poeta, la muchedumbre se retiró en profundo silencio, dejando a Buenaventura Luna dormir su sueño eterno. ‘Y en callada mansedumbre, como quien se va durmiendo, quiero morirme sonriendo bajo la luz de tu cielo…’.
(Fuentes: Carlos Semorile, Hebe Almeida de Gargiulo, José Casas, Tata Díaz, Dante Tejada, Archivo de DIARIO DE CUYO, artículos de Rogelio Díaz Costa, Fabián Núñez y Edmundo Jorge Delgado. Buenaventura Luna, su vida y su canto.)

