Se viene la cuarta temporada de Stranger Things, que estrena el próximo viernes 27 en Netflix, y ahí andan los tráilers dando vueltas: dejan entrever nuevos episodios más sórdidos y terroríficos, con más oscuridad y más demonios, con menos flúo y menos paleta ochentera. ¿Pero por qué? Los cerebros del show, los mellizos Matt y Ross Duffer, ya habían anticipado que la cuarta sería la temporada con más rodaje en las entrañas mismas del Upside Down, donde residía el Demogorgon y donde ahora vive y reina el malvado Vecna. Aparentemente, la oscuridad infernal viene a contrarrestar tanto estallido referencial a la cultura pop de los ochentas en las tandas anteriores. Pero tranquilos, hermanos Duffer, no hace falta que quiten nada: los ’80, se los asegura este cuarentón que gozó del Playland Park y del Cine Splendid y de Tic-Tac-Toe en la historia urbana sanjuanina, nunca jamás de los jamases resultarán empalagosos.
Imposible resistirse a esos momentos cumbre de las temporadas previas. Los pibes disfrazados de Cazafantasmas, soportando estoicos el abucheo bulinero del resto de la escuela. También ese puente generacional entre los hermanos Jonathan y Will gracias a un caset con clásicos de The Clash. O la toma panorámica sobre el Arcade Palace, con la banda de amigotes sacándose chispas en el Galaxian, el Centipede, el Pac-Man o el supervanguardista Dragon"s Lair.
Es que quienes bancamos a muerte la continuidad de Stranger Things nos rendimos a los pies de esa nostalgia. Los ochenteros somos así: tóxicos. No dejamos ir. Llevamos esa década en nuestro ADN y nos aferramos a ella, con la misma convicción con que nos juntábamos de noche a asustarnos con la última Pesadilla de Freddy Krueger; o atábamos, en las ruedas de la Cinzia o la India, Bombuchas infladas con aire para que la bici sonara a moto. Con el convencimiento cándido de que las moralejas de He-Man servían para algo. Con el orgullo de haber pasado la prueba adrenalínica de la Montaña Rusa y de haber usado un Verdad-Consecuencia en alguna estudiantina en el Palomar para revelar un amor secreto.
¿Por qué despojar de ochentismo explícito la cuarta temporada, jóvenes Duffer, si es lo que más nos cautiva? Ahí está la fibra sensible, la conexión fractal: somos una generación que creció viendo películas de terror en las que nunca, por cuestiones etarias, nos identificamos con los héroes. Y justo viene Stranger Things a unir cabos y reconstruir aquel horror de culto, pero ahora con niños y preadolescentes en el eje de la acción. El cóctel perfecto. Es como volver a aquellos ochentas mozos pero con el aura de protagonismo propio del adulto que somos hoy. Es, claramente, una forma de volver al futuro.
Me intriga, como fiel seguidor de esta tromba arrolladora de Netflix, qué será ahora de los chicos. Se sabe que Eleven perdió sus poderes y se mudó con los Byers a California, en busca de nuevos aires. También se sabe que Hopper está vivo, pero preso en Rusia y usado como gladiador en arenas experimentales con demonios luchadores. Tenemos además la certeza de que Dustin, Mike, Steve, Nancy, Max, Robin y el resto de la muchachada se quedaron en Hawkins tratando de darle una vuelta de tuerca a su vida sedienta de normalidad. Pero que no podrán. La maldición se activará en esos tres mundos tan distantes, pero tan conectados.
Y nosotros, empecinados, seguiremos yendo tras ellos episodio a episodio. Que se vengan nomás Vecna y sus tsunamis de demobats, y sus tentáculos ramificados, y su infierno desatado. Acá estaremos. Sólo pedimos, humildemente, queridos hermanos Duffer, que tanto monstruo no le haya quitado terreno a tantos ochentas. De esa manera podremos transitar la cuarta temporada con la fidelidad intacta y con la misma sensación de pertenencia y sosiego que nos trajo la propia Eleven cuando dijo, en plena epifanía reverencial, "estoy yendo con mis amigos. Estoy yendo a casa".

