A los 83 años, murió Daniel Divinsky, luego de agravarse el problema renal que arrastraba desde la infancia. Fue una figura central en la historia cultural argentina y cuya influencia se extiende mucho más allá de los límites de su sello editorial y mítica creación, Ediciones de la Flor. Su nombre y la editorial, si ya no lo estaban, ahora estarán para siempre invariablemente asociados con Mafalda, la creación de Quino que publicó por primera vez como libro en 1970.
“Con Mafalda hacíamos tiradas iniciales de doscientos mil. Y se vendían”, contó en alguna entrevista, al recordar los años dorados de Ediciones de la Flor, e ilustró, así, la magnitud de un fenómeno editorial que marcó a generaciones de lectores en Argentina y América Latina. Detrás de ese éxito, y de la publicación de autores como Quino, Fontanarrosa, Liniers, Caloi y Maitena, se encontraba este editor que supo anticipar tendencias, desafiar convenciones y construir un catálogo que supera los 600 libros.
La vida de Divinsky estuvo marcada por una precocidad inusual. Una enfermedad renal lo obligó a permanecer en cama a los cinco años, circunstancia que sus tías maestras aprovecharon para enseñarle a leer. En la escuela, rindió exámenes libres y avanzó cursos, hasta ingresar en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires a los quince años. Obtuvo el título de abogado con diploma de honor a los veinte, aunque nunca ocultó su desinterés por la carrera: “Me anoté en derecho, el vaciadero de la gente sin vocación. Al final me sirvió”, admitía, evocando el consejo de su padre médico, quien le advirtió que con las letras no se ganaría la vida.
El vínculo de Divinsky con el mundo editorial se forjó en paralelo a su ejercicio profesional como abogado. Primero colaboró en una revista universitaria y luego asumió la dirección de una colección del centro de estudiantes, financiada por la editorial Perrot. Su relación con Jorge Álvarez, figura clave de la edición argentina de los años 60 (luego también tendría el mismo rol con el rock), se consolidó en la librería que este último regenteaba y en el Cine Club Núcleo, espacio de encuentro de la intelectualidad porteña. Allí conoció a Rodolfo Walsh y a Pirí Lugones, quien sería fundamental en la gestación de Ediciones de la Flor.
El nacimiento de Ediciones de la Flor
El nacimiento del sello se produjo en 1966, cuando Divinsky, su socio Oscar Finkelberg y Álvarez decidieron invertir en una editorial, ante la imposibilidad de abrir una librería por falta de fondos. El nombre surgió de una ocurrencia de Pirí Lugones durante una sesión de ideas: “¡Ah, pero lo que ustedes quieren poner es una flor de editorial!”, exclamó, y la frase quedó. Lugones aportó además una innovación decisiva: el uso del voseo y el lunfardo en las traducciones “al porteño”, una audacia que Divinsky celebró como una ruptura con los españolismos que había padecido en su infancia lectora.
El catálogo inicial de Ediciones de la Flor fue ecléctico y personal. Divinsky seleccionaba títulos guiado por su propio gusto y la intuición de que, si algo le interesaba a él, también encontraría eco en otros lectores. “Yo me figuraba que, si me gustaba algo a mí, seguramente les iba a gustar a otros mil quinientos o dos mil locos que tuvieran la misma debilidad que yo”, explicaba. Para nutrir el fondo editorial, se suscribía a publicaciones extranjeras como Le Magazine Littéraire y la revista de libros de The New York Times, y aprovechaba su dominio de varios idiomas para acceder a obras inéditas en castellano. Así, logró publicar rarezas como Opio, de Jean Cocteau, y la primera traducción de Vinicius de Moraes al español, tras viajar a Río de Janeiro para firmar el contrato en el hotel Copacabana Palace.

