La crueldad no terminó en Auschwitz. Sigue en la gente torturada y en las cárceles superpobladas‘, aseguró ayer el papa Francisco tras visitar el campo de exterminio nazi en el que pidió ‘perdón por tanta crueldad‘, en el momento más emotivo de su gira de cinco días por Polonia para presidir la XXXI Jornada Mundial de la Juventud (JMDJ).

Apenas pasadas las 9:15 locales (04:15 de Argentina), tras dar 45 pasos en soledad, con su habitual andar cansado, con la mirada seria en el callejón de tierra que hace de camino de ingreso, Francisco atravesó el tristemente célebre cartel en hierro forjado con la frase ‘Arbeit macht frei‘ (El trabajo os hace libres) en la entrada en Auschwitz y comenzó así su recorrido silencioso.

Nunca el silencio fue más elocuente. Con su decisión, al contrario de sus predecesores, de no pronunciar ningún discurso y sus largos momentos de recogimiento, se respiró el drama de aquella locura nazi que llevó a exterminar a 1,1 millones de personas en los campos de Auschwitz y Birkenau y a 6 millones de judíos durante la II Guerra Mundial.

Sin decir una palabra, para que hablaran las imágenes, Francisco recorrió en un coche eléctrico las calles entre barracones de ladrillos del campo, donde sólo un pequeño grupo de medios de comunicación y una delegación vaticana pudo seguir la visita a Auschwitz.

Antes de entrar al ‘Bloque 11‘ del Campo, donde se recluían a los prisioneros para castigos y donde también se hicieron las primeras pruebas con el gas Zyklon B, Francisco saludó y besó, uno por uno, a 11 sobrevivientes del campo de concentración. Luego, con una vela que le dio uno de ellos, Francisco prendió una lámpara de aceite que dejó como ofrenda al campo frente al ‘Muro de la Muerte‘, donde se hacían los fusilamientos.

Francisco se sentó en un banco y permaneció con los ojos cerrados y en profundo recogimiento durante algunos minutos y, acto seguido, besó y acarició uno de los postes de madera que servían para las ejecuciones.

Después el Papa, visiblemente serio y concentrado, se trasladó al Bloque 11, donde se encontraban las celdas subterráneas en las que se encerraban a los condenados a muerte. Allí rezó en soledad y a oscuras cinco minutos, en medio de una leve penumbra, sentado en una silla, cabizbajo y con la puerta enrejada abierta a sus espaldas. El Papa protagonizó esta emotiva imagen en la celda en la que fue recluido a muerte Maximiliano Kolbe, el santo polaco y sacerdote católico. Franciscano detenido en Auschwitz, Kolbe pidió ser ejecutado a los 47 años para salvar la vida de otro prisionero del campo que tenía esposa e hijos. Kolbe fue luego beatificado por Pablo VI en 1971 y canonizado por Juan Pablo II en 1982.

Francisco se trasladó después hasta el campo de Birkenau, el ‘Auschwitz 2‘, construido en 1941 a unos 3 km de distancia como parte de la Endlösung, la llamada ‘solución final‘ con la que Hitler pretendía exterminar a todos los judíos.

Llegó en el coche eléctrico que viajaba paralelo a las vías del tren con el que los deportados eran trasladados a este campo.

En la explanada de Birkenau, un millar de personas pudo asistir al momento en el que Francisco pasó delante de las lápidas de mármol con las inscripciones en los 23 idiomas de los prisioneros mientras un rabino entonaba el salmo 130, el De Profundis. Rezó en silencio, sólo con la mano derecha en el pecho, el Pontífice contempló durante varios segundos, de pie, cada una de las lápidas conmemorativas. Al final de su recorrido, ofrendó una vela a las víctimas del campo. Ahí, su Santidad saludó a los representantes o familiares de 25 ‘Justos de las Naciones‘, el título concedido por el Yad Vashem, el museo de la Memoria del Holocausto de Jerusalén, a quienes arriesgaron la vida por salvar la vida de algún judío.

Las únicas palabras de lo que Francisco sintió en estas dos horas las dejó escritas en el libro de Honor de Auschwitz. Dos líneas, escritas en español, con abajo la firma ‘Francisco‘ y la fecha de ayer: ‘Señor, ten piedad de tu pueblo. Señor, perdón por tanta crueldad‘.

Fue la tercera visita de un Papa a Auschwitz, tras la de Juan Pablo II el 7 de junio de 1979 y la de Benedicto XVI el 28 de mayo de 2006.