El papa Francisco asumió ayer el papel de un sencillo párroco de barrio, oficiando una misa para la comunidad residente en el Vaticano e instando a los oyentes a no ser tan rápidos a la hora de condenar a otros por sus fallos. El excardenal Jorge Bergoglio, dio la misa para un puñado de cientos de personas en Santa Ana, una iglesia dentro de los muros del Vaticano que se utiliza como iglesia parroquial de los trabajadores de la ciudad-estado. Entre ellos había varios argentinos muy emocionados.

Antes de entrar en la pequeña iglesia, Francisco se paró a saludar a la gente que había guardado cola en el exterior de una puerta cercana del Vaticano y que gritaban ‘Francesco, Francesco, Francesco‘, su nombre en italiano.

Habló y rió con muchos de ellos antes de señalar su reloj de pulsera negro y decir: ‘Son casi las 10. Tengo que ir a decir misa dentro. Me están esperando‘.

Vestido con la litúrgica túnica púrpura del tiempo de Cuaresma, que termina en dos semanas con el domingo de Pascua, pronunció una breve homilía en italiano, sin notas, centrada en la historia del evangelio sobre la multitud que quería lapidar a una mujer que había cometido un adulterio.

Al final de la misa, esperó fuera de la iglesia para saludar y dar la bendición a la gente que abandonaba el edificio, como un cura de parroquia. A cada uno saludó con apretones de mano, besos, palmadas y abrazos. Les pidió a muchos a medida que salían: ‘Recen por mí‘. El gesto del Santo Padre desconcertó a los custodios que aún no se acostumbran al nuevo estilo papal.