Después de un vuelo de 10 horas y 20 minutos -sobrevolando once países y recorriendo 8584 kilómetros desde Roma-, Francisco se convirtió hoy en el primer pontífice que pisar Myanmar. Aunque no hubo ceremonia de bienvenida oficial -que será mañana-, cuando pasadas las 13 locales (9 horas y medio menos, en la Argentina) y mientras el termómetro marcaba 32 grados, el Papa bajó la escalerilla del avión, fue recibido por un ministro delegado del Presidente de la República, los veinte obispos locales y un centenar de niños, algunos con hábitos tradicionales, que le donaron flores locales.

 

Por ser un país donde los católicos son apenas el 1% de la población, Francisco tuvo un muy cálida bienvenida en esta ciudad de casi 5 millones de habitantes. Buena parte de esta minoría se movilizó para saludarlo a lo largo del trayecto que desde el aeropuerto lo trasladó hasta el arzobispado, donde se alojará en estos tres días.

 

En una ciudad convulsionada por la llegada del huésped ilustre -presente en carteles y hasta en pantallas gigantes-, muchísima gente, hombres vestidos con los tradicionales “longyi” -una especie de pareo-, mujeres con el rostro pintado, con hábitos tradicionales, salió a la calle para saludarlo con banderas y levantando los brazos. “¡Viva Papa! ¡Viva Papa!”, coreaba un grupo de boy scouts con remeras que ostentaban el logo de esta visita: “Amor y Paz”.

 

Es justamente lo que necesita este país famoso por su exuberancia y sus miles de pagodas doradas, considerado para muchos analistas una suerte de campo minado para el Papa. Con 52 millones de habitantes y 135 grupos étnicos, Myanmar -con un territorio equivalente a dos veces la provincia de Buenos Aires-, es un complicadísimo mosaico étnico-religioso, el tercer país más pobre de Asia y en transición hacia la democracia, después de 60 años de dictadura.