Dilma Rousseff cumplió ayer una semana en la Presidencia de Brasil y desde su investidura, el 1 de enero, no

ha sido vista en público ni ha hecho declaraciones, en un estilo de gobernar que en nada recuerda a su carismático y omnipresente antecesor, Luiz Inácio Lula da Silva.

Tras la multitudinaria ceremonia de investidura, que fue al mismo tiempo despedida a Lula y bienvenida a Rousseff, la nueva presidenta ha hecho gala de una enorme discreción en el ejercicio del poder y también ha impuesto un intenso ritmo de trabajo, propio de su carácter más tecnócrata que político.

Su primer día lo dedicó a una apretada agenda de contactos con dignatarios extranjeros que asistieron a su investidura.

El lunes congregó a su equipo político y desde entonces, como hizo ayer, tuvo encuentros a puerta cerrada con muchos de sus ministros, a los que convocó a una primera reunión conjunta el próximo día 14.

Pese a su distancia de los flashes que tanto atraían a Lula, la mandataria ya ha adoptado algunas medidas de calado en lo financiero y prepara otras para reducir la presencia del Estado en la actividad económica.

Este jueves, el Banco Central anunció la imposición de un encaje de 60% sobre las posiciones que las instituciones financieras tienen en dólares a fin de atajar el fuerte proceso de revaluación del real frente a la moneda estadounidense.

Asimismo, aunque aún no precisó porcentajes, el ministro de Hacienda, Guido Mantega, uno de los colaboradores que Rousseff ha "heredado" de Lula, ha dicho que el Gobierno prepara un fuerte recorte del gasto público, que afectará a todos los ministerios.

Con la misma discreción ha manejado las primeras divergencias surgidas en su equipo, incluida una con el ministro de Seguridad Institucional, general José Elito Carvalho Siqueira, que al tomar posesión del cargo hizo una polémica referencia a los años de la dictadura, época en que Rousseff estuvo presa y fue torturada.

El militar consideró que los desaparecidos por razones políticas que hubo en ese período que fue de 1964 a 1985 no deben ser motivo de "vergüenza", sino que se trata de un asunto que debe ser estudiado "como hecho histórico".

Rousseff no hizo ningún comentario público sobre el asunto, pero según fuentes oficiales citadas por dos diarios locales convocó al general, le manifestó su "malestar" con esas declaraciones y Carvalho Siqueira debió pedir "disculpas" por lo que consideró un "malentendido".

Otro frente de conflicto con el que Rousseff aún deberá lidiar se abrió en la amplia y variopinta coalición que formó para llegar al Gobierno.

La coalición está formada por once formaciones políticas y tiene como principales miembros al Partido de los Trabajadores (PT), al que la presidenta pertenece desde 1999, y el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), una influyente fuerza de centroderecha que lidera el vicepresidente Michel Temer.

El PMDB, que se quedó con seis de los 37 ministerios, contra los 17 que ocupa el PT, ha comenzado a presionar por espacios y ha llegado a insinuar que puede unirse a la oposición en el Congreso para votar un aumento salarial superior al simpulsado por Lula al cerrar su gestión.

Ante eso, Rousseff suspendió hasta febrero los nombramientos de directores en diversas áreas de ministerios y empresas estatales, a fin de abrir un paréntesis de negociación con los partidos de su base política.

Mientras encara esos problemas, y siempre en la sombra, la jefa de Estado también ha dado las líneas maestras de un plan con el que pretende acabar con la pobreza extrema, mediante programas de lo que el Gobierno califica como "inclusión productiva".